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El romance de dos adolescentes que llevó al final del “arquitecto del Holocausto” que se escondía en Argentina

Lunes 20 de Marzo del 2023

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Adolf Eichmann vivía en la localidad de San Fernando como “un buen vecino alemán”. La captura del criminal de guerra nazi involucra una salida al cine, dos jovencitos enamorados, y el padre ciego de la adolescente -sobreviviente de los campos de exterminio- que siempre sospechó que su “suegro” era el monstruo más buscado.

Corría 1957 cuando, una tarde como tantas otras, Sylvia se sentó a leerle a su padre el Argentinisches Tageblatt, el diario de la comunidad alemana. Y de pronto, un nombre resonó como una explosión en el living de la casa. La noticia hablaba de un juicio que se llevaba adelante en Frankfurt contra algunos criminales de guerra. Allí se subrayaba la ausencia de Adolf Eichmann de quien no se conocía el paradero

Todo comenzó con una lluvia de maní con chocolate sobre tres adolescentes que disfrutaban de una película un sábado cualquiera de mediados de los cincuenta. Las tres amigas se habían vestido impecablemente para esa salida, cuando una de ella sintió que algo pequeño golpeaba en su cabeza. Cuando se dio vuelta, vio que un grupo de amigos ahogaban sus risas: era la forma -definitivamente poco elegante- que habían encontrado para llamar la atención de esas chicas que les gustaban.

El maní había tenido resultado: a la salida, los chicos se presentaron, hubo sonrisas y quedaron en volverse a ver algún otro sábado en ese cine u otro de los tantos que había en el barrio. Pero el destino fue por más. Esa misma noche, en la fiesta de un club, Nick, uno de los amigos, reconoció a la adolescente que le había gustado. Estaba en una esquina, bella y solitaria, esperando que la sacaran a bailar. Nick se acercó y le pidió una pieza. Ella disimuló la sorpresa y sonrió.

Mientras bailaban, se dijeron por primera vez sus nombres. Además, él le contó que tenía veinte años -era cinco años más grande que ella-, y ambos descubrieron que eran descendientes de alemanes que habían emigrado a Argentina.

Esa misma noche comenzó el romance. Y esa noche también comenzó, sin que nadie pudiera sospecharlo, el final de Adolf Eichmann, el “arquitecto del Holocausto” y uno de los nazis más buscados.

Ella era Sylvia Hermann, cursaba la escuela secundaria y atendía a su padre Lothar Hermann. El hombre tenía sólo 55, pero parecía mucho más y un deterioro en la visión lo hacía padecer de una ceguera casi total .Había perdido un ojo en 1936 en el campo de concentración de Dachau, donde había llegado bajo la sospecha de espionaje, como férreo opositor de Adolf Hitler y por mantener contactos con el partido comunista. Pero, apenas comenzó la Segunda Guerra Mundial, Lothar pudo escapar y con toda su familia, luego de una larga travesía, se radicó en Olivos, provincia de Buenos Aires, Argentina. Allí había una importante colonia alemana.

Por eso ni Sylvia ni Nick se sorprendieron en ese baile al descubrir la coincidencia. Era algo bastante habitual en esa zona.

Pasaron los meses y el romance adolescente fue creciendo. Así, un día Nick fue a merendar a la casa de Sylvia. Allí conoció a Lothar. El joven se presentó sin ningún inconveniente como Nicholas Eichmann. Hablaron de diversos temas. Al entrar en confianza Nick emitió varios comentarios antisemitas, hasta deslizó que era “una verdadera lástima que los nazis no hubieran terminado su tarea”.

Lothar nunca le contó de la ascendencia judía de su familia, ni de su cautiverio, ni que seis de sus hermanos fueron asesinados en campos de concentración. Al terminar la tarde despidió al pretendiente de su hija con amabilidad.

A pesar del entusiasmo, el amor adolescente se fue apagando, las salidas espaciándose y a eso se sumó que la familia Hermann se radicó en Coronel Suárez. Nick y Syvia intercambiaban correspondencia con alguna regularidad: un romance epistolar.

Corría 1957 cuando, una tarde como tantas otras, Sylvia se sentó a leerle a su padre el Argentinisches Tageblatt, el diario de la comunidad alemana. Y de pronto, un nombre resonó como una explosión en el living de la casa. La noticia hablaba de un juicio que se llevaba adelante en Frankfurt contra algunos criminales de guerra. Allí se subrayaba la ausencia de Adolf Eichmann de quien no se conocía el paradero.

Al escuchar el nombre, Lothar levantó la mano para pedirle a su hija que interrumpiera la lectura. Pero ella ya lo había hecho: en el mismo instante en que pronunció el apellido, enmudeció. Como un ramalazo, todas las situaciones extrañas que habían rodeado a Nick en los últimos meses cayeron sobre ellos. Padre e hija se interrumpían para señalar los (abundantes) indicios: la dirección de correo a la que Sylvia enviaba sus cartas era la de un amigo de su pretendiente no la de su casa, nunca habló de su padre, y hasta había dado distintas versiones de la composición de su familia: algunas veces su madre había enviudado y contraído matrimonio nuevamente en Europa, y en otras eso no había sucedido.

Lothar Hermann creyó que eran demasiadas coincidencias: allí había algo extraño. Se convenció, gracias a iguales dosis de sentido común e intuición, que el Eichmann que mencionaba el diario, el criminal de guerra, tenía algo que ver con Nicholas.

No perdió un minuto. Esa misma tarde escribió una carta y la envío a la fiscalía alemana. Les contaba sobre su presunto hallazgo y les solicitaba mayor información de Eichmann para poder cotejarla con sus pesquisas. En Alemania, la carta pasó por varias manos, hasta que cayó en las del fiscal Bauer. Otra vez el destino jugó su carta: él era el hombre el indicado.

Bauer era el fiscal que llevaba adelante con más dedicación los juicios contra los criminales nazis, pero además había compartido cautiverio en Dachau con Hermann. Cuando recibió la carta supo que ese era un asunto en el que se debía imponer la cautela: cualquier paso en falso haría caer la investigación y alertaría a Eichmann quien pondría en marcha, una vez más, su fuga.

El plan que hizo fue perfecto. Bauer se contactó directamente con agentes israelíes y evitó a las autoridades alemanes. Al mismo tiempo envió una respuesta a Hermann junto a una foto de Eichmann en su apogeo. La fotografía no tenía demasiada nitidez pero se llegaban a ver los rasgos angulosos del burócrata nazi.

Detrás de esa imagen que llegó a las manos de Lothar y su hija estaba la historia del monstruo que, desde el lugar que ocupaba en la estructura burocrática nazi, había organizado, sucesivamente, la expulsión de los judíos de Alemania, su deportación de los territorios ocupados por las nazis y el traslado de millones de judíos a los campos de exterminio.

Además había sido el anfitrión de 15 altos funcionarios nazis en la llamada Conferencia de Wansee. Allí, con Eichmann, como secretario, labrando las actas de la reunión, dejando constancia para la posteridad, se decidió “La Solución Final”. Una atroz decisión que llevó a asesinatos de masas: no sólo por la cantidad de víctimas, también por el gran número de asesinos. Y Eichmann, entre los asesinos, ocupaba un lugar de importancia. Era él quien los enviaba a la muerte.

Diariamente partían trenes a los campos de exterminio con 2.500 o 3.000 judíos hacinados en los vagones de carga. No sólo se ocupaba de los trenes. Ordenaba -como luego se comprobó en el juicio que se le siguió en Israel- y su oficina obligaba a las autoridades locales de cada territorio que los judíos de diferentes nacionalidades fueran objeto inmediato de las “medidas necesarias”.

Eichmann conocía el destino que les esperaba a los pasajeros de sus trenes. Hay registros de sus múltiples visitas a Auschwitz y otros campos. El 31 de julio de 1941, Reinhard Heydrich -”el carnicero de Praga” y uno de los principales ideólogos de la “Solución Final”- lo convocó a su oficina y le dijo: “El Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”.

Esa historia de espanto y muerte estaba detrás de la foto que Lothar Hermann tenía ahora en sus manos. Por eso, el hombre quiso profundizar su investigación. Así, otra tarde de sábado, padre e hija tomaron el tren hasta Buenos Aires. De ahí Sylvia se dirigió a Olivos. El padre la esperaría en la Capital. Debía rastrear la casa de Nick (o Klaus como se lo conocería de más grande).

Sylvia paseó por las calles de Olivos durante unas horas. Recorrió los lugares en los que había estado con su pretendiente: la puerta del cine, confiterías, galerías. Hizo algunas preguntas pero no obtuvo gran cosa más allá de algún saludo de un conocido. Cuando estaba a punto de desistir nuevamente el destino jugó su carta: la joven se cruzó con un amigo de Nick. El chico se mostró sorprendido de verla, pero ella le dijo que había venido de visita pero que había olvidado la dirección de su antiguo pretendiente. El amigo se la brindó sin el menor inconveniente.

Tocando la puerta
del monstruo

Sylvia estaba sólo a una decena de cuadras de distancia. Encaró con decisión. Esa caminata la ayudó a ordenar sus ideas. ¿Cómo debía presentarse? ¿Tenía que tocar el timbre? ¿O sólo esconderse y guarecida de la mirada ajena observar el movimiento familiar? ¿Qué preguntas debía hacer?

Al llegar a la dirección indicada notó que era una zona de casas pobres, sin mayores comodidades. Con una gran valentía y algo de la inconsciencia típica de los 17 años, Sylvia tocó el timbre en el 4261 de la calle Chacabuco.

Le abrió la puerta la madre de Nick, la chica se presentó. La mujer, al saber quién era, la hizo pasar. Nick no se encontraba pero, afirmó la madre, no tardaría en regresar.

Las dos se sentaron en el living a conversar, a esperar a Nick. De pronto de uno de los cuartos salió un hombre de casi sesenta años, enjuto, con anteojos y paso débil.

Saludó con fría amabilidad a Sylvia que poniéndose de pie le preguntó con aire inocente: “¿Usted es el señor Eichmann?”.

Un silencio incómodo ganó el living. La joven. entonces, rápidamente repreguntó: “¿Usted es el padre de Nick?”.

“Sí, yo soy el padre de Klaus”, respondió con naturalidad Eichmann.

Las dos mujeres siguieron la conversación un rato. Hasta que de pronto Nick abrió la puerta. Se mostró sorprendido por la presencia de Sylvia en su casa. Le preguntó qué hacía allí, cómo había llegado a su casa, quién le había dado la dirección. No le daba tiempo a Sylvia de responder. Se lo veía molesto. Ella le explicó que había venido a visitarlo y que un amigo le había proporcionado la dirección correcta.

Unos minutos después salieron de la casa. Sylvia dijo que tenía que volver a cuidar a su padre. Nick la acompañó hasta la parada del colectivo. Ella le preguntó por el señor mayor que estaba en la casa. Nick se apresuró a decir que se trataba de su tío. “¡Qué raro! Él dijo que era tu papá”, respondió Sylvia. Nick adujo que a veces él lo llamaba así por una cuestión de respeto y de gratitud por cómo los había cuidado y acompañado. Luego se despidieron. Nunca se volvieron a ver.

Sylvia le contó detalladamente a su padre todo lo que había sucedido en esa tarde en la que ella había oficiado casi de detective. Le explicó que no podía asegurar que el hombre de anteojos que vio en la casa de la calle Chacabuco fuera el mismo de la foto que le enviaron desde Alemania: era muy borrosa y habían pasado demasiadas años. Pero que por la actitud de Nick y por el silencio y la mirada del hombre cuando le preguntó por su apellido, ella estaba segura que habían dado con el paradero del criminal nazi.

El desinterés del Mossad

Hermann así se lo hizo saber a Bauer que compartió su convicción. Pero a partir de ese momento todo ocurriría con lentitud y serían pocos los que creyeran en ese señor ciego.

A instancias del fiscal Bauer, el Mossad envió un agente a Buenos Aires a seguir la pista conseguida por la osadía de esa joven de 17 años y por la pertinaz obsesión de su padre.

Pero la desilusión del agente israelí apenas ingresó al hogar de Coronel Suárez no pudo ser mayor. El denunciante era un hombre ciego. ¡Qué podía haber visto ese hombre! El peor testigo posible: uno con los sentidos alterados. Y la determinación de Hermann también le jugó en contra. El énfasis en encontrar conexión entre el vencido hombre de Olivos y Eichmann, el temible asesino nazi, hizo que el agente del Mossad rechazara la denuncia.

No valía la pena perder tiempo en seguir el rastro dado por un viejo –recordemos que sólo tenía 55 años- ciego y algo loco, y su hija adolescente jugando los dos a ser detectives.

A los pocos meses Lothar Hermann sospechó que algo había sucedido. No había nueva información sobre la búsqueda del criminal nazi. Así retomó sus cartas con Berlín. En esos dos años mandó veintiún misivas. En ellas aportaba más datos e insistía en que capturaran a Eichmann. En una de las últimas escribió desilusionado: “Parece que ni los alemanes ni los israelíes están interesados en apresar a Eichmann”.

Tiempo después recibió la vista de otra agente secreto israelí. Hermann volvió a contarle todo lo que sabía pero el informe que envió el investigador a Jerusalén fue negativo. No era posible que el temible nazi viviera en una casa tan pobre ni que tuviera ese aspecto vencido. Tampoco parecía verosímil que los hijos utilizaran el apellido Eichmann si en verdad se trataban de familiares directos de un genocida buscado mundialmente. El agente no tuvo en cuenta que estaba en Argentina, país que protegió a los nazis que vivieron allí con total impunidad.

Nueva evasión del criminal

Todas estas dilaciones permitieron que Eichmann y su familia se mudaran y una vez más se le perdiera el rastro. Sin embargo el cúmulo de información que había brindado Lothar Hermann y la acción arriesgada de su hija de ingresar a sus casa y poder describir su aspecto actual, hicieron que los investigadores, por fin, se convencieran de que Eichmann vivía en Argentina y no en Egipto como suponían hasta ese momento.

Descubrieron que trabajaba en la Mercedez Benz y que vivía en San Fernando, en una humilde casa en la calle Garibaldi. Y luego llegó el secuestro de los agentes del Mossad, el traslado en un avión y el juicio en Jerusalén.

¿Y qué pasó con la adolescente y su padre ciego que habían ayudado a atrapar al “arquitecto del Holocausto”? Sylvia fue a estudiar al exterior y se radicó con unos familiares en Estados Unidos. Lothar siguió viviendo en el país y reclamó a Israel el pago de la recompensa de 10 mil dólares que habían ofrecido para quien brindara datos sobre Eichmann.

El gobierno de Ben Gurión siempre negó la participación de Hermann en el tema y, por ende se negó a pagarle la recompensa. A principios de la década del 70, Hermann enfermó y su reclamo fue más enérgico todavía. Recién ahí el gobierno israelí aceptó pagarle lo debido en veinte cuotas mensuales de 500 dólares. Murió de cáncer de 1974.

Antes de ello, esta historia tiene otra vuelta de tuerca que enrarece su lectura. Unos años después de la captura de Eichmann, la policía apresó a Hermann acusándolo de ser un líder nazi. Pero no cualquiera. Se dijo que Hermann era el sádico Josef Mengele. Por ese motivo estuvo preso casi un mes en Coronel Suárez. Luego fue liberado y desestimada la sospecha. De Sylvia poco más se supo. Nunca reclamó su parte en esta historia. Su investigación quedó perdida en el tiempo.

El final de Eichmann es conocido. Fue condenado a la horca en un juicio histórico donde por primera vez se juzgaba en Israel a un responsable del Holocausto. Desde la jaula de cristal donde había siso ubicado, asistió a su juicio, protegido por las cuatro paredes de vidrio blindado. Indiferente, escuchó las acusaciones, los quince cargos que le imputaban, y cada una de las declaraciones de los testigos.

En su última noche con vida, el 31 de mayo de 1962, Adolf Eichmann pidió una birome, papel, cigarrillos y una botella de vino blanco. Se sirvió una copa mientras se puso a escribir una carta dirigida a su esposa y sus hijos. Cuando estaba terminando la misiva y ya iba por la mitad de la botella, ingresó a su celda William Hull, un pastor protestante canadiense que hacía unas semanas visitaba al detenido con asiduidad. Hull quiso que el condenado se confesara. Eichmann se negó. Ya habían tenido esta charla pero el pastor pensó que ante las circunstancias su actitud cambiaría.

“El infierno no existe. Yo no pequé. Estoy en paz con Dios. No hice nada. No tengo remordimientos”, le respondió Eichmann según cuenta Hull en sus memorias. Después de conversar unos quince minutos, el religioso se levantó de su asiento algo frustrado; no había conseguido el arrepentimiento de Eichmann, el que él pensaba que salvaría su alma. Mientras se despedían, el alemán le dijo: “No esté triste. Yo no lo estoy”

Luego, volvió a la angosta mesa a escribir. Poco después de poner el punto final a la carta, dos guardias y Arye Nir, el jefe del sistema carcelario israelí, entraron a la celda. El condenado se puso de pie y pidió que le permitieran rezar un breve momento. Caminó hasta un rincón y un minuto después, dijo: “Estoy preparado”.

Le ataron las manos a la espalda y escoltado por los guardias y acompañado por Hull abandonó su celda. La dejó ordenada: la cama tendida, el cigarrillo apagado, un par de libros apilados, la carta en un lugar visible. Caminó por el pasillo con paso firme y la cabeza levantada. El pasillo de la muerte.

Infobae

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