“Víctor Jara tiene una tumba, que está en el fondo del cementerio, acusando a los vivos de su crimen”
Herrera tenía 23 años y era funcionario del Registro Civil cuando logró identificar el cuerpo de Víctor Jara en la morgue de Santiago, después de que fuera acribillado por militares mientras estaba detenido en el Estadio Chile. Tras identificarlo, encontró a la viuda, Joan Jara, y la acompañó en el entierro clandestino, celebrado el 18 de septiembre de 1973. Anónimo protagonista de un hito clave para la memoria de los crímenes en la dictadura cívico militar, es también una pieza fundamental del más reciente libro sobre el cantautor y, en entrevista con The Clinic, entrega el estremecedor relato que lo unió para siempre con la muerte de Víctor Jara.
El 16 de septiembre de 1973, a instancias de un compañero de labores de cuyas señas solo recuerda el apodo de “Kiko”, Héctor Herrera Olguín, entonces funcionario del Registro Civil de 23 años, encontró entre pilas de cadáveres amontonados en el Servicio Médico Legal de Santiago el cuerpo del cantautor y director de teatro Víctor Jara. Había sido asesinado por mediación de 44 balazos de calibre 9,23 milímetros, después de ser torturado, vejado, golpeado, pateado, fracturado e insultado por militares y personal de la Segunda Fiscalía Militar de la época.
Víctor Jara fue acribillado cuando iba a ser trasladado desde el Estadio Chile al Estadio Nacional. Ambos lugares fueron utilizados, después del golpe militar del 11 de septiembre, como centros de detención y tortura de hombres y mujeres. Cifras de hoy establecen que en el coliseo deportivo se encerró a unas 7.000 personas. Al Estadio Chile fueron llevados obreros de cordones industriales, integrantes del defenestrado gobierno de la Unidad Popular y unas 600 personas detenidas en la Universidad Técnica del Estado (hoy Usach). En ese recinto, que fue sitiado y atacado por efectivos del Regimiento Arica de La Serena, a cargo del mayor Marcelo Moren Brito, fue capturado Víctor Jara. Era el día 12 de septiembre. Allí, él oficiaba como profesor e investigador.
El lunes 28 de agosto recién pasado, la Segunda Sala de la Corte Suprema confirmó la sentencia definitiva por los crímenes de Jara y del exdirector de prisiones Littré Quiroga Carvajal, quien también fue asesinado en el Estadio Chile. Seis de los condenados fueron sentenciados como autores de secuestro calificado y de homicidio calificado en ambos casos. Los condenados son siete: Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana y Hernán Chacón Soto. Una octava persona, el exfiscal militar Rolando Melo Silva, recibió a cinco años y un día y tres años y un día de presidio, como encubridor de los homicidios y los secuestros.
El martes 29 de agosto, uno de los condenados, el brigadier de Ejército en retiro Hernán Chacón, de 86 años, se suicidó en su casa en la comuna de Las Condes. Personal de la Policía de Investigaciones (PDI) había llegado a notificarlo del cumplimiento de su pena: 15 años de cárcel por homicidio calificado y 10 años por secuestro calificado en calidad de autor en los dos crímenes.
Ese 16 de septiembre de 1973, mientras el terror se desplegaba por territorio chileno, el joven Herrera Olguín inició una carrera contra el tiempo y contra el miedo. Fueron horas vitales, que le permitieron confirmar que ese cuerpo ultrajado y “tirado como un saco de papas” en la morgue capitalina era el de Víctor Jara. Así pudo dar aviso a su viuda, la bailarina británica Joan Turner. Juntos lo enterraron de modo clandestino, el 18 de septiembre de 1973, en el Cementerio General, en una tumba comprada a la carrera, lejos de la entrada principal. Muy pronto ese nicho se transformó en lugar de romería y emblema.
A punto de que se cumplan 50 años de la jornada que cambió su vida, Héctor Herrera dice: “No quiero ser un héroe. Yo doy este testimonio por la memoria. Fui testigo de un golpe de Estado y de un crimen”. Hoy tiene 73 años y a él está dedicado el libro biográfico “5 Minutos, la vida eterna de Víctor Jara”, del periodista Freddy Stock (Vía X Ediciones), que acaba de salir a la venta.
Herrera está ya jubilado. Reside en Millau, un pueblo al sur de Francia, donde viven unas 22.000 personas. Su historia parte el 15 de septiembre. Como tantos otros chilenos, él debió hasta ese día quedarse en la casa. Había toque de queda, estaba prohibido salir. Pero aquel sábado se presentó a las 9 de la mañana en el trabajo, tras la orden de un bando militar. Allí fue elegido por un uniformado, junto a un puñado de compañeros, para una tarea especial. Herrera ha contado y escrito esta historia muchas veces. Por lo mismo, casi la dicta en voz alta, es como un monólogo, un canto de sí mismo. Será su voz, por tanto, la que toma el relato:
“Yo entré como funcionario al Registro Civil e Identificación en 1969, a los 19 años, y cinco días después del golpe de Estado me transformé en testigo de lo que es de verdad un golpe de Estado. En el trabajo estábamos todos muy preocupados, muy tensos. Nos llamaron a un gran salón y un militar nos dijo: Necesitamos voluntarios. Tú, tú, tú, y entre ellos yo. Nos separaron, casi no hubo tiempo de pensarlo, y nos subieron a un bus verde militar que llegó a la morgue.
Ahí estaba un señor que se llamaba Jaña, que era jefe de un departamento y que nos dio paquetes de fichas y tinta. Yo lo conocía, me tomó un poco dando la espalda a los otros colegas y me dijo: Va a ser muy, muy difícil. Una vez que atravieses esta puerta, tienes que ser muy fuerte.
En un estacionamiento cerrado y oscuro teníamos que tomar registro de los muertos que se descargaban ahí. La ley chilena, cuando hay una muerte violenta o un crimen, obliga a la justicia a presentarse con policías y levantar el cuerpo. Esa burocracia siguió después del golpe. La gente en las poblaciones o a las orillas del río Mapocho, o frente a fábricas, cuando veían muertos llamaban a los carabineros, que aplicaban la ley. Entonces, entre el 12 y el 14 de septiembre, se acumularon muchos cadáveres en la morgue. Normalmente, hay un funcionario de Registro Civil para tomar huellas digitales de los muertos, es su trabajo. Por eso nos llamaron.
El estacionamiento estaba lleno de cadáveres por el suelo. En ese lugar, al costado del edificio, puse mis pies sobre cerebros, sobre sangre. No nos dieron guantes ni máscara. Había muertos por todos lados, en la escalera, en los pasillos, en los refrigeradores. Hombres, mujeres, jóvenes. Un bebé también había. Eran corridas de 10, 15 personas, y a la izquierda de la entrada había unos 20 que estaban desnudos, rapados al cero.
Ahí nos tomó un médico que nos dijo: A estos no los identifican, no vale la pena. Yo siempre fui preguntón y le dije: Doctor, ¿ellos ya fueron identificados? No, no, no, dijo él, todos estos son extranjeros. Ahí yo me transformo en testigo de que nuestras fuerzas armadas gloriosas habían separado a los extranjeros, todos muy jóvenes, algunos muy blancos de tipo europeo, y con muchos hoyos de balas. Sin identificar, se transformaron en desaparecidos.
Pero las personas a las que les pudimos tomar las huellas sí quedaron identificadas. Fue “Kiko” el que encontró el cuerpo de Víctor. Nos habían separado en pares para trabajar y a mí me tocó con él. Me dijo que estaba ahí un compañero nuestro: Le he visto la cara, está al fondo, cerca de los refrigeradores. Yo le contesté que no era posible. Al mirarlo le dije: Se parece, pero no es él. Está muy oscuro, vamos a tomarle la huella.
En esa época, los hombres usábamos como ropa interior calzoncillos blancos, pero él tenía calzoncillos azules. Eso me llamó mucho la atención, pero la chaqueta no correspondía. Era una chaqueta de obrero, que le habían prestado, de muy mala calidad.
Hicimos la ficha, pero decidimos que no íbamos a entregarla. Yo me la guardé, para llevarla al otro día al Registro Civil y ver si los diez dedos que le habíamos tomado coincidían que los diez números guardados en la ficha de registro de Víctor Jara. Cuando comparas, sí coincide, no hay ninguna duda. Además, ahí encuentras los primeros datos de la persona. A “Kiko” le digo: Ni a tu mujer ni a nadie vas a decirle. Él estuvo de acuerdo. Fue la primera persona que guardó el secreto.
Yo había decidido no contar en mi casa nada de lo que estaba viviendo en la morgue, por cómo esa situación podía poner a mi familia. Pero ese día tuve que decirles. Reuní a mis padres y a mis hermanos y les conté todo. Me puse a llorar. Me calmaron y me dieron todo el apoyo.
Al otro día salí hacia el centro a trabajar, con la ficha de Víctor escondida. Durante una pausa ubiqué una amiga, ella no participaba en política, pero era bien cercana, Yelda Leyton. Le cuento en lo que estoy y le digo: Mira, tienes que tomar tú la decisión, lo que te voy a contar lo tienes que guardar. Ella me dio su palabra de honor y bajo la mesa le pasé la ficha del Víctor.
Ella se la guardó en el bolsillo del delantal y partió. En cuestión de diez minutos bajó y me dijo: No hay ninguna duda. Yo partí a la parte civil, donde hay otras fichas con nombres, apellidos y todos los datos. Nosotros podíamos todavía entrar ahí como funcionarios. Comparé y empecé a memorizar: Víctor Lidio Jara Martínez, Víctor Lidio Jara Martínez, Víctor Lidio Jara Martínez.
Vi en el estado civil que él era casado con una señora inglesa. Estaba el nombre en inglés, Joan Alison Turner Robert. Entonces me fui a la letra T y felizmente pude verificar que había la misma dirección, porque yo no tenía mucho tiempo. En esa época había toque de queda a las 3 o 4 de la tarde. Memoricé todo, volví a la casa y le conté a mi familia. Yo vivía en un barrio popular, en Vivaceta, Conchalí. Nos organizamos y en la mañana mi padre me envió en una micro al centro de Santiago. En Compañía tomé un bus hacia Las Condes.
Estábamos ya en el 18 de septiembre, el día de la fiesta nacional chilena. Toqué un timbre, aparecieron un perrito y dos niñas, y en una ventanita en el segundo piso, que debe ser el baño de la casa, no una gran casona, ella me hizo signo. Estaba muy demacrada, se notaba preocupada. Bajó, hizo entrar las niñas y se acercó a la reja: Buenos días. Yo ahí me puse muy nervioso. Le mostré mi carnet de identidad, mi credencial. Esa credencial nos ayudó mucho, porque después pudimos entrar por todas partes.
Ella me hizo pasar. Un muchacho que habían soltado del Estadio Chile la había llamado y le había dicho que Víctor las amaba, que estaba bien, que no se preocupara, que se cuidaran. Ella me contó eso. Pensaba que yo venía a dejarle otro mensaje directo de él. Ella estaba ahí con una amiga y le digo: ¿Podrían subir al segundo piso? Sí, sí, sí, dice Joan, por supuesto.
Nos sentamos y le digo que lo siento mucho, que estoy trabajando en la morgue y que ahí está el cuerpo de su marido. Ella me tomó las manos y lloró, no sé cuánto tiempo. Y ahí, al verla, me acordé de los jóvenes que vimos cuando entramos en el estacionamiento, todos extranjeros y desnudos. Entonces pensé: Esta mujer está en peligro, la van a matar.
Le digo: Mire, yo la voy a acompañar para retirar el cuerpo y enterrarlo. Y también le advierto: Estoy en la obligación de decirle a usted dónde vamos a ir. Se va a encontrar con esta y esta y esta imagen. Va a poner sus pies sobre cerebros, en sangre. Hay agua, hay olores. Le describí todo y le dije que no iba a poder ni llorar, ni gritar, ni menos desmayarse. También le dije: Tiene que irse de Chile, irse y contar.
Subió a cambiarse y volvió con la libreta de matrimonio. También le pedí un poncho, porque yo encontraba que todos los cuerpos estaban tan desprotegidos. Partimos en una Renoleta, que ella había recuperado de la universidad donde él trabajaba. Estacionamos, bajamos. Ella me tomó el brazo y nos dirigimos a la puerta principal.
A cada costado había militares que yo había visto antes. Estaban los mismos, no los cambiaban. Entonces: ¡Hola, hola, buenos días! Le tocó de nuevo. Pensé que ellos seguramente habían visto el horror que había adentro. Sí, sí, les digo, y vengo con una colega. Y entramos. Por los pasillos, le dije: Voy a abrir esta puerta y se va a encontrar con la realidad. Tiene que ser muy fuerte. Y ella repetía: De acuerdo, de acuerdo.
Llegamos al lugar donde le tomamos las huellas y Víctor no estaba. ¡No estaba! La dejo ahí sola, en medio de cadáveres. Salto unos cuerpos y voy hacia donde había un funcionario. Era feriado, no estaban todos. Al muchacho le digo: Mira, venimos a retirar un cuerpo. Tengo la identificación, fue profesor mío de la universidad, lo encontré aquí. Me contesta: Tienes que subir la escalera caracol, están en el segundo piso, para pasar la autopsia.
Subimos. En la orilla de la escalera había otros cadáveres, como esperando. Por una ventana entraba el sol y había varias puertas. Ahí lo ubico y vuelvo donde ella. Le digo que me acompañe: Vamos. Yo la dejo y me voy a poner a la entrada de la escalera, para no venga nadie y esté tranquila ahí con él. Entramos. Ella se puso de rodillas, lo acarició, lo besó, me hizo signos. Quería un lavatorio, una toalla, algo para limpiarlo, porque estaba con sangre seca y mucha tierra. Después supimos que lo fueron a tirar al cementerio. Pero no había lavatorio. Ella con sus lágrimas y su mano lo limpió.
No sé cuánto tiempo estuvimos, pero la logré sacar de ahí, para hacer los trámites administrativos. Fuimos a obtener una hoja para certificar que ese cuerpo tenía la filia. Había unas colegas, les dije que ella y él eran profesores míos, que los estaba ayudando. La jefa le dio las primeras condolencias. Inmediatamente nos dio un documento con el protocolo 2547 para Víctor Lidio Jara Martínez.
Con eso podíamos hacer los trámites en la morgue para retirar el cuerpo y hacer la inscripción de defunción en Registro Civil. Ya era cerca de 11 de la mañana. En la morgue había una funcionaria preparándose y dice: Mire, porque usted es casi colega vamos a hacer el trámite, porque hoy día es 18 de septiembre y yo me voy ya. El servicio está cerrado hoy día. Joan me da la libreta y me dice: Yo no puedo más.
La senté en un sofá de madera y me acerqué a la funcionaria. Empezamos a llenar el certificado de defunción. Ella no se dio cuenta de quién era él: ¿La fecha de la muerte? Yo miro a Joan y le digo: Señorita, yo lo encontré acá abajo, por el trabajo. ¡Ah no!, me dijo, tiene que darme una fecha. Yo lo había encontrado el 16, pero como no sabía cuándo había sido le puse 14 de septiembre, que es una fecha completamente falsa. Ella siguió preguntando: ¿Causa de la muerte? Señorita, le repetí. Pero ella estaba apurada: Oiga, mire ya pasa la hora, tengo que irme. Muerte por bala, le contesto.
Ella llenó toda esa ficha, le puso los tampones, me entregó copia de una especie de certificado, la orden de sepultación y el bando que prohibía trasladar cuerpos a casas, iglesias o templos. Había que ir directamente Cementerio General. Bajamos y le planteé a Joan la cuestión económica.
En esos años no había tarjetas y necesitábamos plata para comprar el ataúd y un nicho, ellos no tenían tumba familiar. Fuimos donde un amigo que había sido alumno de Víctor: Es bailarín, vive en el centro de Santiago y tiene un negocio. Estoy segura de que va a ayudarnos. Ahí conocí a Héctor Pávez, amigo de ellos. Partimos a la morgue, a unas pompas fúnebres y al cementerio.
En las pompas fúnebres, un señor se dio cuenta de quién era el muerto. Entonces dijo: Les va a salir muy caro que la empresa ponga una camioneta para llevar el ataúd 15 metros, a la puerta municipal del cementerio. Consigan un carrito para que economicen. Pero no se podía. Estaba prohibido sacarlos.
Yo fui al cementerio a hacer el trámite para comprar el nicho. Cuando le digo Víctor Jara a la señorita, ella se da cuenta y me hace un signo de guitarra. Yo lo repito, pero no lo nombramos a él. Entonces ella me dice: Mire, va a venir con este papelito, que no tiene nada escrito, 10 para las 3, ni antes ni después. Va a pasar en medio de los militares que hay en la entrada y va a haber un sepulturero esperándolo. Él va a ver que usted viene con este papelito, que no se va a notar, pero él sí va a saber. Era como un boleto de micro.
Fui a reunirme con Joan y esperamos hasta que llegó la hora. Entré al cementerio con el papelito. Pasé entre militares con casco y con ametralladora. Los sepultureros decidieron que, por respeto, el de más edad iba acompañarme. Fuimos por la avenida La Paz y llegamos donde habíamos dejado a Joan sentada en un banco. Con el sepulturero y Héctor entramos a la morgue con el carrito, no intercambiamos ninguna palabra.
Yo fui a buscar el cadáver. Un colega funcionario vino con una camilla y ahí estaba el cuerpo de Víctor, totalmente desnudo. Héctor estaba muy mal, así que, con el sepulturero y el muchacho de la morgue, tomamos su cuerpo y lo pusimos en el ataúd. El cuerpo tenía muchas heridas. En su mano derecha había una especie de hoyo como quemado con fierro, los nudillos con muchas marcas y tierra.
Tomé su ropa y cubrí con el poncho. El muchacho me dijo: Mira, ahí al fondo hay una puerta y una salita. Pueden velarlo ahí un poquito, no mucho. Ahí dejamos a Joan no sé cuánto tiempo, con el ataúd sola. Después, al salir con el carrito y el ataúd vimos que venía entrando un camión con otros cadáveres. Joan, con su mano izquierda, le hizo un signo de parar. Los tipos retrocedieron y nosotros salimos a la avenida La Paz.
Entramos por la puerta principal al Cementerio General. El sepulturero tirando el carrito sin flores ni nada. Joan al medio, Héctor al lado y Héctor en el otro, con los militares mirándonos. Los sepultureros hicieron una especie de homenaje, porque pasamos en medio de ellos. Habría como seis o siete a cada lado. Seguimos hacia la mano izquierda, pasamos el lado histórico, pasamos la clase media, pasamos un muro de nichos y llegamos al fondo, a otro muro de nichos que ya es Recoleta abajo. Ahí estaba el nicho que yo había comprado.
El sepulturero nos indicó y con Héctor lo subimos difícilmente, porque estaba como en el cuarto lugar hacia arriba, nos costó mucho. Entre los tres empujamos al ataúd. El sepulturero fue un poco más allá y sacó una corona medio seca y se la puso al ataúd. Ahí, yo me quebré, la única vez de todo ese día horroroso. Joan se dio cuenta y Héctor me dijo: No vamos a acordarnos de Víctor así, sino de Víctor cantando.
Partimos en silencio a la salida, ya se acercaba la hora del toque de queda. Me dijeron que me acompañaban. Estábamos relativamente cerca de mi casa. Me dejaron ahí y no nos vimos más. No, hasta mi exilio en Francia, cuando Joan me buscó”.
The Clinic