Hagamos una dulce patria maternal
Cuando celebramos las “Fiestas Patrias” con diversas actividades públicas, encuentros familiares y reuniones festivas de amigos, todo se llena de lo que tradicionalmente se ha llamado “los símbolos de la chilenidad”: banderas y guirnaldas, himnos y desfiles, música folklórica, cuecas hermosamente bailadas, trajes de huasos, gastronomía apropiada y bebidas para la ocasión.
Ciertamente, también pueden ser oportunidad para que reflexionemos un momento acerca de qué significa construir la historia de los pueblos y hacer un país, en especial en estos tiempos en que elegimos una Convención Constitucional con la tarea de redactar la nueva carta fundamental que conduzca la vida de nuestro país.
Lamentablemente, además de los problemas que ha tenido la Convención Constitucional para entrar en el fondo de su tarea con una dinámica de diálogos y acuerdos, muchos de los conceptos que allí se discuten resultan incomprensibles para una buena parte de los ciudadanos. La mayoría de la población contempla un espectáculo de declaraciones que van y vienen, de descalificaciones mutuas, de algún convencional mentiroso, de afirmaciones de principios no negociables y, penosamente, tampoco parece haber una política comunicacional que explique, “en fácil”, lo que se discute cuando se habla de pueblo, de estado, o de nación, o de un país multicultural o un estado plurinacional. ¿Y cómo quieren que se entiendan esos conceptos cuando hemos vivido décadas sin clases de Educación Cívica en el currículo educacional?
A pesar de estas dificultades, los llamados “símbolos de la chilenidad” ponen preguntas que se abren para cualquier mortal en estos días: ¿qué es Chile? ¿Acaso Chile se reduce a esos símbolos que pronto quedarán guardados hasta el próximo año? ¿acaso Chile es, simplemente, un territorio que va de Arica a Punta Arenas y de cordillera a mar? ¿o es algo más? Sin duda, es necesario un territorio para que exista un país, pero el territorio no basta. Sin duda, es necesario que cada grupo humano posea sus símbolos y se exprese en ellos, pero los símbolos tampoco bastan para hacer un país; además, dentro de un país puede haber diversos grupos humanos y culturas con símbolos también diversos, tal como lo hacen presente los pueblos indígenas.
Al final, y en el modo que sea normado en la nueva Constitución, somos y seguiremos siendo un país. Hacer un país es acoger un don y un llamado de Dios a vivir juntos y construir una historia común. Un país no lo hacen sólo los héroes de la historia, ni las autoridades, ni los convencionales, ni los sabios ni los poderosos. Un país es una obra colectiva. Hacer un país es la tarea de todos los que comparten una historia y sus desafíos, que viven en un territorio y se expresan en determinados símbolos que son comunes a los distintos pueblos y culturas que lo habitan.
La patria es el legado común que hemos recibido de los padres, y aunque a veces se la llama “madre patria”, también podría ser “matria”. Como sea, es el legado de los que nos precedieron en esta tarea e historia común. Una historia hecha de encuentros y desencuentros, de colaboración mutua y de las dominaciones de algunos, de igualdades fundamentales y de discriminaciones.
La expresión “hacer patria” significa, en primer lugar, aprender a vivir juntos haciéndonos cargo de la historia común, con sus aciertos y sus yerros a solucionar. Así, “hacemos patria” cuando se construye una honesta convivencia democrática, cuando se está dispuesto al diálogo con el que piensa en forma distinta, cuando se lucha contra la corrupción que tiende a instalarse en las estructuras de la sociedad, cuando se está dispuesto a reconocer los propios errores y enmendarlos, cuando se ofrece generosamente el perdón a otros. Sin esta voluntad de aprender a vivir juntos en el respeto, en la verdad, en la justicia y el perdón, en lugar de hacer “una dulce patria” se destruye la obra común y el legado de quienes nos precedieron.
El desafío es tomar en serio la misión de que la patria sea dulce y maternal para todos, en especial para los que prueban la amargura de los anhelos frustrados, de estar corriendo una carrera con pocos ganadores y muchos perdedores, de vivir mirando vitrinas que ofrecen productos para otros, de tener sueños de corto plazo esperando llegar a fin de mes y pagar las deudas, de vivir con el temor de jubilar y recibir pensiones miserables, de ser discriminados por ser indígenas, de morirse antes de tiempo esperando la cirugía que no llega, de vivir amontonados como allegados para luego seguir viviendo amontonados en la vivienda del subsidio.
Entonces, “hacemos patria” cuando ponemos en primer lugar las necesidades y los intereses de los marginados de la historia común. Los símbolos patrios que pretenden unificar, pueden volverse una burla cuando crece el abismo entre pobres y ricos; también cuando la redistribución de los ingresos, el drama de las pensiones miserables, la corrupción, los legítimos derechos de los pueblos indígenas y la crisis ecológica no se asumen como prioridad nacional. Hacer una dulce patria maternal para todos es trabajar por una verdadera justicia social.