Fondos para nada
En el mundo académico hoy, casi toda la investigación se canaliza a través de fondos para proyectos. Especialmente para las ciencias sociales y humanidades, este formato muchas veces se siente forzado e inadecuado para el objetivo que se persigue. Las secciones que hay que llenar son estandarizadas: estado del arte, objetivos principales, hipótesis, metodología, resultados esperados, actividades planificadas, etc. Poco se puede dejar a la imaginación en un esquema de este tipo. De alguna manera, como dijo alguien por ahí, para escribir un buen proyecto éste prácticamente ya se tiene que haber hecho.
La próxima etapa por la que pasan los proyectos académicos puede resultar igual de frustrante que la primera: aunque las evaluaciones aspiran a ser objetivas, al momento de comparar muchas veces un experto ve un 2 donde otro ve un 6 (me refiero aquí, de nuevo, a las ciencias sociales y humanidades). La escuela de pensamiento ocupada, los supuestos teóricos implícitos, y la literatura citada son todos motivos para que no haya acuerdo en qué tan bueno o no es un proyecto. Al final, muchas veces los que postulan se quedan con la sensación de que la suerte pesó tanto como el mérito.
En este escenario donde el desarrollo de proyectos es la manera monopólica de ganar fondos para investigar lo que uno quiere, me pregunto qué pasaría si se desarrollara un fondo piloto: el Fondo para Nada… en específico. Sin elásticos, sin promesas de grandes descubrimientos, sin compromiso a publicar “n” número de artículos científicos. Dando tiempo y espacio para que el postulante los llene como le plazca.
Basta con mirar la historia de algunas de aquellas cabezas que han aportado grandes ideas para darse cuenta de que, si hubieran tenido que dedicar su tiempo a escribir proyectos como los que se piden hoy, probablemente nunca habrían llegado a desarrollar lo que desarrollaron. El sociólogo Nicklas Luhmann es uno: se cuenta que al momento de postular a Bielefeld, la universidad donde trabajó hasta el final, prometió que dedicaría su carrera, en una línea, a desarrollar “la teoría de sistemas”. Y lo hizo durante décadas. Basta sólo con imaginarse qué habrían pensado pensadores como Séneca, Montaigne o Simone de Beauvoir si les hubieran exigido dividir sus pensamientos en paquetes de trabajo organizados en una carta Ghantt. ¿Cómo se habría visto la Fenomenología del espíritu” de Hegel en formato de proyecto avanzado? ¿Y qué habría dicho Kant si le hubieran dicho que su idea de escribir una “Crítica de la Razón Pura” se sacaba un 1 en factibilidad, o sea, no era factible?
El Fondo para Nada no sería una gran inversión, y podría devolverle a la academia algo que se ha ido perdiendo en las últimas décadas: la curiosidad por esto y aquello, el deseo de obtener saber enciclopédico y general del mundo en que vivimos, la valentía para explorar caminos desconocidos o quizás para meterse aún más profundamente en el propio, pero sin saber necesariamente adonde se va a llegar. Una vez escuché a alguien que contaba cómo había decidido estudiar filosofía: recibió una herencia y decidió gastársela leyendo filosofía. Leyó dos años todo lo que caía en sus manos, sin mucho filtro y sin esperar resultados inmediatos. Hacia el final, sabía que eso era lo que quería seguir haciendo el resto de su vida, y en la actualidad era uno de aquellos considerados como por sus pares. Si más personas tuvieran esa suerte, creía, quién sabe qué sorpresas nos llevaríamos en cuanto a producción de ideas.
En esa línea, el Fondo para “nada” podría ocuparse para encerrarse en la biblioteca un par de años, o salir a caminar, o conversar, o lo que fuera. Su objetivo sería recuperar la libertad para pensar de manera libre y desestructurada, y hasta para aburrirse, ausentes los deberes pedagógicos y administrativos. Para que sucediera, sin embargo, los Consejos de Investigación tendrían que cambiar su criterio de uno basado en el costo-beneficio inmediato a otro basado en la confianza hacia los postulantes. Un paso no menor.