Pasando de la muerte a la vida
La fe de los cristianos vive de lo que hemos celebrado en estos días: la vida entregada del Señor Jesús, que muere como ha vivido, sirviendo a todos y perdonando a todos, gratuitamente y sin límites. ¡Así es Dios! Celebramos con gozo y esperanza que esa vida, según Dios, no conoce límites y es el Resucitado que triunfa sobre la inhumanidad de los dos grandes enemigos de la felicidad humana: la maldad que se anida en el corazón de las personas y en las estructuras de la sociedad -eso es lo que en el lenguaje religioso llamamos “pecado”, sea personal o social- y la muerte con la que estrellan nuestros anhelos de vida.
Toda la fe que profesamos los cristianos gira en torno a esta Pascua (pascua = paso) del Señor Jesús, “si Cristo no resucitó vana es nuestra fe” (1 Cor 15,14. Por eso, celebrar la resurrección del Señor Jesús no es sólo un recuerdo de acontecimientos del pasado, sino que la vivimos cada vez que se pasa “de la muerte a la vida” en nuestra historia actual.
La fe cristiana proclama a Dios sólo podemos encontrarlo en lo humano y desde lo humano, pues lo divino es lo que nos trasciende y, por tanto, no está a nuestro alcance. A Dios, en sí mismo, nadie lo ha visto, dice la Biblia (Jn 1, 18), y la fe cristiana afirma que ese Dios se ha dado a conocer, se ha manifestado en la humanidad de Jesús de Nazaret.
Puesto que Dios se manifiesta de modo humano, la fe cristiana se vive y se juega entera en la acogida y en el amor a todo lo humano, en el respeto de lo humano y de cada ser humano, en la promoción y defensa de todo lo verdaderamente humano.
Pero, es preciso tener en cuenta que lo humano -químicamente puro- no existe. Más bien, lo humano es fruto de un largo proceso de maduración que avanza en la historia, el cual consiste en la permanente superación de lo inhumano que llevamos en nosotros mismos y que comunicamos a las estructuras de la sociedad. Ese proceso es lo que, en lenguaje religioso, llamamos “conversión”, conversión personal, eclesial, estructural y social.
Esta liberación de lo inhumano en un camino de creciente humanización personal y social es la tarea más dura que todos tenemos que afrontar, y es -también- la tarea a la que más nos resistimos. Es tanto lo que nos resistimos a esta tarea de humanización que hasta se puede recurrir a lo divino, a lo sagrado y religioso, para justificar criterios, conductas y estructuras inhumanas, y hacerlo “en nombre de Dios”. La historia pasada y actual está llena de esas perversiones de lo religioso, mientras Dios sigue jugándose entero -hasta dar la vida en Jesús- por el valor de la vida y de todo lo que es verdaderamente humano.
Creer en el Señor Resucitado, buscar a Dios y tomarlo en serio significa tomar en serio lo humano y la vida de todo ser humano, y esa es una de las señales más claras y creíbles de nuestra fe en el Señor Jesús. Creemos en el Señor Resucitado cuando defendemos el derecho a la vida, de toda vida y en todas las circunstancias, pues es por la vida plena de todos que Jesús entregó su vida. Se trata de la vida desde sus inicios y en sus finales, y que en todo su camino de desarrollo pueda ser humana, para todos.
Creer en el Señor Jesús como el Resucitado significa ponernos siempre en el lugar de las víctimas, pues Jesús se identifica con todos los crucificados de la historia y ellos son el rostro del Señor Jesús: los empobrecidos y los que padecen cualquier forma de exclusión, las mujeres maltratadas y postergadas por la cultura machista, los indígenas menospreciados en sus justas demandas, los jóvenes abandonados a sí mismos y a los que quieren apoderarse de sus vidas, las víctimas de abusos, la población de diversidad sexual, los migrantes, y todos los grupos de víctimas, excluidos y ninguneados que no pueden vivir sus derechos como seres humanos.
Creer en el Señor Resucitado cuidar responsablemente de la creación, la Casa Común que Dios ofrece a todos. Y creer en el Señor Resucitado es empeñarnos en que nuestra Iglesia muestre el rostro de Cristo, como una comunidad de discípulos y discípulas que acoge a todos y todas en la misma dignidad y se organiza de manera sea un testimonio creíble de que “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre o mujer, porque todos son uno en Cristo” (Gál 3, 28).
La Pascua del Señor Jesús resucitado abre un camino para todos, creyentes y no creyentes, llamados a vivir un camino de creciente humanización personal y social, en el que vayamos pasando de la muerte a la vida.
¡Feliz Pascua de Cristo Resucitado para todos y todas!