El día que el nazi Adolf Eichmann fue condenado a la horca: “No perseguí a los judíos con placer”
El 15 de diciembre de 1961, el tribunal de Beit Ha’am en Jerusalén sentenció a muerte al teniente coronel de las SS y
arquitecto de la “solución final”. Ante los jueces se presentó como un simple burócrata y dijo que él también era una víctima más.
No engañó a nadie. Ni a los jueces del estado de Israel que hace hoy sesenta años lo condenaron a la horca, ni al fiscal que lo acusó de ser el responsable de la muerte de seis millones de judíos, ni al mundo al que quiso embaucar con el argumento piadoso de haber sido un pequeño y sencillo engranaje en una maquinaria gigantesca de muerte y aniquilamiento de seres humanos. El, Adolf Eichmann, el gran victimario, quiso pasar como una víctima más, un sencillo burócrata de la muerte que sólo despachaba trenes de deportados a los campos de exterminio del nazismo, al que había adherido con fanatismo y obsesión desde muy joven.
De él, de Adolf Eichmann, dijeron los jueces en su sentencia: “Hallamos que en la RSHA (Reichssicherheitshauptamt), la autoridad central que se ocupaba de la ‘Solución Final’ del problema judío, el acusado estaba en la cúspide de aquellos que se encargaban de llevar a cabo la ‘Solución Final’. En el cumplimiento de esa tarea, el acusado actuó de conformidad con las directivas generales de sus superiores, pero de todos modos mantenía poderes discrecionales amplios para el planeamiento de operaciones de su propia iniciativa. El no era una marioneta en manos de otros; su lugar estaba entre aquellos que tiraban de las cuerdas. Debe añadirse (…) que la actividad del acusado era más vigorosa en el propio Reich y en otros países desde los cuales los judíos fueron despachados hacia Europa del Este; pero también se distribuyó ampliamente por distintas partes de Europa del Este”.
Unos meses después de la sentencia, pidió una botella de vino. Eso fue todo. Sus carceleros israelíes le ofrecieron la asistencia de un ministro protestante y Adolf Eichmann, el nazi que se ufanaba de haber ordenado la muerte de seis millones de judíos, no aceptó. Enfrentó las últimas horas de su vida sólo con una botella de vino y la mirada clavada en una de las paredes de su celda. La bebió, íntegra, a sorbos cortos.
El ministro protestante llegó incluso hasta la puerta de la celda y le ofreció leer, juntos, un pasaje de la Biblia. Eichmann volvió a negarse. Estaba en proceso de transformación: de cordero, pasaba otra vez a lobo. Dos años antes, en mayo de 1960, aquel lobo había decidido ser cordero para enfrentar su destino. Ahora, agotada toda vía posible de indulto o de perdón, a punto de cumplirse su condena a muerte, volvía a aullar.
No había sido una marioneta, había sido el gran titiritero. Y más que eso, fue uno de los arquitectos principales, si no el principal, de la “solución final”, una ambigüedad que ocultaba el plan nazi, ordenado por Adolf Hitler, de eliminar a toda la población judía de Europa. Eichmann había desempeñado un rol clave en la conferencia de Wannsee que, el 20 de enero de 1942, reunió a los líderes del régimen nazi a orillas del lago Wann, a quienes llegó la orden clara de Hitler: había que eliminar a todos los judíos de Europa, una población que calcularon en once millones de almas, más de la mitad en países todavía fuera del control alemán.
Pero Eichmann dijo a sus jueces israelíes, a los testigos que lo identificaron como a un criminal de guerra y al mundo entero, que él sólo había desempeñado un papel menor en aquella conferencia, una especie de secretario de actas, sin voz, sin voto: un secretario que saca punta a los lápices. No engañó a nadie. En el juicio salió a luz un informe elevado en agosto de 1944 a su jefe, Heinrich Himmler, un alto jerarca del Tercer Reich, responsable de los campos de concentración y exterminio y jefe de las temidas SS y de la Gestapo, la policía del Estado, en el que Eichmann revelaba que, según sus cálculos, unos cuatro millones de judíos habían muerto ya en los campos y que otros dos millones habían sido asesinados por los Einsatzgruppen, las unidades móviles de exterminio creadas en los países ocupados por la Alemania de Hitler.
Había más testimonios que comprometían a Eichmann. Dieter Wisliceny, su antiguo ayudante en las SS, dijo en el juicio de Núremberg que Eichmann le había confesado que “saltaría contento a la fosa porque la sensación de llevar a cinco millones de personas en su conciencia era una fuente de extraordinaria satisfacción”. Wisliceny fue luego deportado a Checoslovaquia, juzgado por sus crímenes de guerra y ejecutado en la horca en febrero de 1948. Rudolf Höss, el comandante de Auschwitz que también sería ejecutado, dijo que Eichmann no sólo había participado de la construcción del más grande complejo de campos de concentración dedicado al exterminio de seres humanos, sino que había elegido el Zyklon B, un pesticida a base de cianuro, como el producto indicado para exterminarlos en las cámaras de gas. Höss, como si él mismo fuese un ejemplo, dijo que Eichmann era “un antisemita más recalcitrante que yo”. Kurt Kaufmann, el defensor en Núremberg de Ernst Kaltenbrunner, mano derecha de Himmler en la Oficina de Seguridad del Reich, dijo en una de las audiencias que Auschwitz “estaba bajo la conducción del célebre Eichmann”, que hasta Núremberg era un desconocido.
Si algo hizo célebre a Eichmann, fue el juicio de Núremberg. A partir de esas audiencias, en las que afloró su nombre y se reveló cuál había sido su misión y su responsabilidad, Eichmann empezó un largo y agitado peregrinaje, bajo identidades falsas, para huir de quienes lo buscaban, que no eran las fuerzas aliadas, sino sobrevivientes de los campos de exterminio, en especial el grupo bajo la conducción de Simón Wiesenthal, que había perdido a ochenta y nueve miembros de su familia bajo el nazismo.
Para Eichmann, la ideología llegaba de un poder superior, de una autoridad esencial que le permitía pensar, decidir y actuar de una forma determinada. Lo que Eichmann quería y necesitaba, y Hitler y el nazismo se lo dieron, era un sistema de ideas y de valores que dieran a sus acciones, aun las más espantosas, una apariencia de corrección.
Refugio en
Argentina
Eichmann llegó a la Argentina en 1950, gracias a sus amigos y ex camaradas en Alemania, a las autoridades argentinas de la presidencia de Juan Perón, a guardias fronterizos austríacos, a oficinas de empadronamiento italianas, a la Cruz Roja, a funcionarios laicos del Vaticano, a sacerdotes y obispos católicos, entre ellos monseñor Alois Hudal, que decía ser “protector de los perseguidos y torturados”, como llamaba a los nazis perseguidos. Y también gracias a la ayuda de Horst Carlos Fuldner, un traficante de personas con llegada a Perón, y a Rodolfo “Rudi” Freude, hijo de Ludwig Freude, un millonario empresario de la madera, íntimo de Perón y ligado al espionaje nazi en América del Sur, en especial en la Argentina. La historia de la llegada de Eichmann al país y de la ligazón del gobierno de Juan Perón con los nazis fugitivos, están revelados en dos libros imprescindibles: Eichmann before Jerusalem, de la filósofa alemana Bettina Stangneth, y Perón y los alemanes, del historiador y periodista argentino, nacido en Washington, Uki Goñi.
Secuestrado por
el Mossad
Eichmann fue secuestrado cuando llegaba a su casa de San Fernando, la casa de la calle Garibaldi 14, por el Mossad, el servicio de inteligencia de Israel. Fue el resultado de la “Operación Garibaldi” planificada después de que Eichmann fuese identificado por Lothar Herrman, que había iniciado una relación de amistad o de semi noviazgo con Klaus Eichmann, el hijo mayor del ex SS. De todos modos, el apellido Eichmann no era desconocido. Si bien Adolfo usaba el Ricardo Klement de su documentación falsa, su mujer, Verónica Liebl figuraba como “de Eichmann” en sus papeles y sus tres hijos, y un cuarto que nació en Argentina, llevaban el apellido del padre. En la embajada alemana en Argentina sabían que Klement era Eichmann, y sabían quién era Eichmann, además, que se reunía con sus viejos camaradas nazis en un restaurante muy conocido de la calle Lavalle. Y Jorge Antonio, el financista y empresario íntimo de Perón en la presidencia y en su exilio, admitió haber dado trabajo a Eichmann-Klement en Mercedes Benz, cuando esa empresa se instaló en Argentina.
El 11 de mayo de 1960, Peter Malkin, un duro agente del Mossad se acercó a Eichmann que caminaba hacia su casa al regreso de su trabajo en Mercedes Benz, y le dijo la única frase que sabía en español y que ya es leyenda: “Un momentito, señor”. Eichmann entendió enseguida y se resistió a ser secuestrado, se trabó en lucha con sus captores, fue dominado, metido a la fuerza en un auto y llevado a una casa segura donde estuvo cautivo por once días hasta ser llevado a Israel.
La historia de la captura del Eichmann por el Mossad no está toda contada, aún a más de sesenta años. Es un rompecabezas todavía sin armar. Pero es un rompecabezas apasionante. A Eichmann, en el piso del auto de sus captores, alguien le ordena en alemán que no se resista con una frase convincente: “Un sonido y estás muerto”. De ahí en más, todo fue calma en el ex jerarca nazi. Ya entonces, sin saber todavía muy bien en manos de quiénes estaba, empezó a desplegar la tela de araña de su defensa: él sólo era una pieza pequeñita de un engranaje gigantesco. Y así fue como se presentó ante sus jueces israelíes.
El tribunal estuvo presidido por Moshe Landau, e integrado por Benjamín Halevy y Yitzhak Raveh. El defensor de Eichmann fue Robert Servatius, un penalista alemán que nunca estuvo afiliado al nazismo, a quien los aliados nunca pudieron acusar de haber participado en algunos de los delitos relacionados con el nazismo y defensor de los jerarcas alemanes en Núremberg. El fiscal, Gideon Hausner, inició su acusación con un mensaje conmovedor: “En el sitio en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo: conmigo se levantan aquí en este momento seis millones de demandantes. Pero ellos no tienen la posibilidad de comparecer en persona, de apuntar hacia la cabina de vidrio un índice vengador y gritar, dirigiéndose a aquel que está sentado en su interior ¡Yo acuso! Porque sus cenizas han sido amontonadas entre las colinas de Auschwitz y los campos de Treblinka, sus huesos esparcidos en los bosques de Polonia y sus tumbas dispersadas a través de toda Europa. Por eso seré yo su portavoz, y en su nombre levantaré esta acta de acusación terrible”.
Era el 11 de abril de 1961, a sólo dieciséis años del fin de la Segunda Guerra.
La acusación presentó quince cargos contra Eichmann, para considerarlo culpable de, entre otros delitos graves, crímenes contra el pueblo judío, crímenes de lesa humanidad y pertenencia a una organización hostil. La mayor parte de esos cargos no fueron siquiera discutidos. Un centenar de testigos reveló los horrores del Holocausto y la participación de Eichmann en ellos. La defensa intentó rebajar la gravedad de los delitos, sin poder negar la validez de los testimonios, ni la de los documentos presentados en el juicio
“No perseguí a los judíos con avidez ni placer. Fue el gobierno quien lo hizo. La persecución sólo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”, dijo Eichmann en el juicio.
Sin embargo, la sentencia juzgó que Eichmann participó a sabiendas de la “solución final”.
Finalmente, considera responsable a Eichmann, como a cualquier otra persona que participó a sabiendas en la empresa criminal nazi del Holocausto, sin contemplar demasiado los argumentos de la defensa, y del propio Eichmann, sobre órdenes recibidas e imposibilidad de negarlas: “Estos crímenes fueron cometidos en masa, no sólo en relación con el número de víctimas, sino también en relación con el número de quienes cometieron el crimen, el grado de cercanía, o lejanía de estos criminales respecto del homicida concreto no significa nada en lo referente a la determinación de su responsabilidad. Por el contrario, en general, el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que utiliza el instrumento fatal con sus propias manos y llegamos a los altos rangos de mando, los ‘consejeros’ en lenguaje de nuestro derecho. Respecto de las víctimas que no murieron pero que fueron colocadas en condiciones de vida calculadas para causar su destrucción física, es especialmente difícil de definir en términos técnicos quién instigó a quién: el que persiguió y capturó a las víctimas y las deportó a un campo de concentración, o el que las forzó a trabajar allí”.
Eichmann fue ejecutado el 1 de junio de 1962, en la prisión de Ramla. Su cuerpo fue incinerado y sus cenizas arrojadas fuera de las aguas jurisdiccionales de Israel, desde un buque de guerra y ante algunos sobrevivientes del Holocausto.
Es la única condena a muerte dictada por el estado de Israel desde su fundación, en mayo de 1948.
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