Liberador de mujeres
Marcos Buvinic Martinic
Recién ha tenido lugar la conmemoración del Día Internacional de la Mujer y, ciertamente, no se trata de uno de esos “días” inventados por la máquina publicitaria para incentivar el consumo. Es una conmemoración que hace patente la injusta discriminación que afecta a las mujeres, al tiempo que recuerda una historia de lucha de las propias mujeres por su dignidad y derechos.
Esta conmemoración es significativa en todo el mundo porque es toda la sociedad y sus culturas la que tiene una deuda con las mujeres: la deuda que ha acumulado una sociedad patriarcal y machista con sus formas de relación que traen discriminación, exclusión y, en muchos casos, violencia sobre las mujeres. En esto, toda la sociedad, sus diversas culturas e instituciones, tienen tejado de vidrio.
En todas las sociedades y sus culturas, uno de los factores de la discriminación que sufren las mujeres ha sido la religión. Unas religiones, particularmente en las culturas orientales, plantean que la mujer es un ser inferior y subordinado al varón. En esa línea, a todos nos impactan las noticias que llegan de los países de tradición musulmana donde las mujeres viven brutales situaciones de opresión y discriminación. Pero, también, esa subordinación machista se puede verificar en el hinduísmo, el budismo y el judaísmo.
En el caso del cristianismo, ocurre algo paradojal, pues en su doctrina proclama la igual dignidad y derechos de varones y mujeres, ambos creados a imagen de Dios, de manera “ya no cuenta ser judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, sino que todos son uno en Cristo” (Gál 3,28). Pero, en la práctica de las Iglesias cristianas (católicas, evangélicas u ortodoxas) se dan diversas formas de discriminación hacia la mujer, o de exclusión de la autoridad y de la toma decisiones. Esta paradoja pone de manifiesto que las Iglesias cristianas se acomodaron -al menos en este punto- a la sociedad patriarcal y su cultura machista, más que al Evangelio. Hay una deuda pendiente con las mujeres, con las discípulas del Señor Jesús.
El Señor Jesús trae una buena noticia para todos, sin ningún tipo de distinción, y los evangelios lo muestran a Él como liberador de mujeres oprimidas. En la sociedad de su tiempo, patriarcal y machista, el Señor Jesús rompió los esquemas sociales, culturales y religiosos que subordinaban, maltrataban e invisibilizaban a las mujeres; las hizo plenamente destinatarias del Reino que anunció, no hizo un anuncio para hombres y otro para mujeres, tampoco señaló una conducta moral para los varones y otra para las mujeres. Y algo inimaginable en ese tiempo: Jesús las llamó a ser sus discípulas en una comunidad igualitaria de discípulos y discípulas, y un grupo de ellas le acompañaban en sus viajes (Lc 8, 1 – 3).
El Señor Jesús siempre estuvo de parte de las mujeres, aunque para otros fuesen adúlteras (Jn 8, 1 – 11) o prostitutas (Lc 7, 36 – 50). Dialogaba con ellas, lo cual era impensable en ese tiempo; hasta sus discípulos se sorprenden que lo haga, al encontrarlo conversando una samaritana, ¡mujer y pagana! (Jn 4,27). También las puso como ejemplo de la fe que debían tener sus discípulos (Mt 15,28; Mc 5,34).
Igualmente, cuando Jesús habla de la indisolubilidad del matrimonio es en defensa de los derechos de la mujer que podía ser repudiada y despedida -sin más- por el marido. Defiende en forma clara a la mujer que humillan ante Él acusándola de ser “una pecadora” (Lc 7,39); en otra ocasión, el Señor Jesús saca la cara por una mujer a la que acusan de adulterio y que, por esa razón, estaba condenada a morir; Jesús devuelve el asunto a los acusadores (“el que esté libre de pecado que tire la primera piedra” Jn 8,7), y luego despide a la mujer con palabras de consuelo y respeto.
El Señor Jesús nunca tuvo con las mujeres alguna discusión o conflicto; es más, tuvo buenas amigas entre ellas: Marta y María, hermanas de Lázaro, y María Magdalena. Las mujeres no lo traicionaron y permanecieron fieles a Él en su pasión y muerte, mientras los apóstoles lo negaron y traicionaron, se escondieron y lo dejaron solo (Mc 15, 40 – 41). Las mayores responsabilidades acerca de la persona de Jesús se confiaron a mujeres: a María de Nazaret se le confió la misión de ser su Madre y traerlo a este mundo, a María Magdalena y sus compañeras se les confió la misión de ser las primeras anunciadoras de la resurrección, el triunfo del Señor Jesús sobre el mal y la muerte.
Es claro que el Señor Jesús, liberador de mujeres oprimidas, quiso una comunidad igualitaria, donde ya no cuenta ser judío ni griego (diferencias étnicas y culturales), ni esclavo ni libre (diferencias sociales y económicas), ni varón ni mujer (diferencias de género), sino lo que cuenta es ser de Cristo. A pesar de eso, la Iglesia se fue organizando más según los esquemas de la cultura patriarcal y machista, que según la voluntad del Señor Jesús plasmada en el Evangelio; por eso las demandas acerca del lugar de la mujer en la vida y organización de la Iglesia son un punto central en la renovación de la comunidad eclesial.