Necrológicas

Jueves 1 de Junio del 2023

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El martes 2 de junio de 1953 se celebró la coronación de la reina Isabel II, un suceso que no volvería a repetirse en los próximos setenta años. Ese día, la ceremonia estuvo cortejada por una comitiva de tres mil personas. En la Abadía de Westminster la esperaban dos mil invitados. En las calles, se distribuían tres millones de personas en una jornada lluviosa. En las casas, otras 27 millones de personas seguían la coronación por televisión. En la ruta de la procesión, se repartían dos mil periodistas de 39 idiomas distintos y quinientos fotógrafos de 92 países. En ese contexto de convulsión social llegaron a Occidente cables de divulgación periodística: una noticia de calibre global se diluía en medio de la proclamación de la sexta reina coronada de la realeza británica. Alguien había tocado, cuatro días atrás, el pico tangible del mundo.
El viernes 29 de mayo de 1953 a las 11:30, Edmund Hillary y Tenzing Norgay contemplaron la vida desde el punto más elevado del planeta. Nunca nadie lo había hecho antes. Lo venían intentando hace décadas: desde que se oficializó que el monte Everest es la cumbre del mundo, el pico más alto de la superficie, con una altitud de 8.848 metros sobre el nivel del mar, un sitio localizado en la cordillera asiática del Himalaya, en la línea limítrofe más elevada del mundo que divide las naciones de China y Nepal.
Ese punto geográfico se llama universalmente Everest en honor al coronel, agrimensor, inventor, ingeniero, geógrafo, topógrafo que calculó la altura de la montaña gracias al método de triangulación desde la India, dado que no tenía permitido el ingreso a territorio nepalí. La confirmación de que se trataba de la cima del mundo lo anunció la Royal Geographical Society en 1856, luego de que su pupilo Andrew Scott Waugh concluyera la labor de su predecesor y corrigiera los cómputos sugeridos por el matemático bengalí Radhanath Sikdar. Acordaron que el pico XV del cordón cordillerano medía 8.839,2 metros, antes de ser corregido en la modernidad casi diez metros más. Everest no quería que la montaña se llamara Everest porque el nativo de la India “no puede pronunciarlo y no puede escribirse en hindi”. Everest nunca vio el Everest, o como lo llaman los nepalíes Sagarmatha, “frente del cielo”, o como le dicen los tibetanos Chomo Lungma, “madre del universo”. La petición de Waugh se adoptó oficialmente en 1865, un año antes de que el británico falleciera en Londres.
Reclutado para escalar
Casi un siglo después de la denominación universal, Edmund Hillary fue reclutado por el coronel John Hurt, responsable de conducir la expedición británica al cielo de la cordillera del Himalaya de 1953. Ante un eventual permiso de escalada para alpinistas franceses para el año siguiente, la comitiva británica decidió reforzar la financiación de la excursión. Hurt convocó a un equipo de 350 porteadores, veinte guías sherpa, diez escaladores y toneladas de suministros. 1953 debía ser el año. Las misiones británicas acumulaban demasiadas frustraciones. “Cuando los británicos llevaron a cabo su primer intento en 1921, la montaña ya había rechazado al menos diez grandes expediciones y dos locos intentos en solitario”, escribió David Roberts en 50 años en el Everest.
Las naciones con jurisdicción sobre el Everest habían actualizado sus restricciones en la década del cincuenta. El acceso norte estaba vedado luego de que en 1950 la República Popular de China invadiera el Tíbet. Ese mismo año, se descubrió una vía sur desde Nepal. Las autoridades del gobierno solo permitían una expedición por año. En 1952, la licencia la había obtenido una delegación suiza: un clima hostil la privó de hacer cumbre a 300 metros de distancia de la cima. El legendario alpinista Raymond Lambert y el sherpa Tenzing Norgay habían llegado a una altitud que ningún otro ser humano en la historia: una gesta sin consagración. La comitiva británica recibió la licencia del año siguiente. Era la novena vez que lo intentaban. Esta vez, debía ser una experiencia exitosa.
“El intrincado plan de asalto de Hunt era más parecido a un plan de negocio. ‘Llegas lo más rápido que puedas con el mayor número de gente que puedas’, comenta el especialista en montañismo Ken Wilson”, se lee en el libro de David Roberts. Con la incorporación de Edmund Hillary, un alpinista neozelandés que escalaba por cuarta vez las montañas del Himalaya en los últimos dos años, y con la contratación del sherpa Norgay, el equipo de Huth se nutría de jerarquía. El fastuoso despliegue de la expedición británica, con las enseñanzas de las escaladas previas y con la amenaza de la comitiva francesa, no especulaba con una eventual decepción.
Hillary había nacido en Auckland, Nueva Zelanda, el 20 de julio de 1919, en una familia dedicada a la apicultura. Se fascinó con el alpinismo y la exploración cuando, a los veinte años y en medio de una visita turística a los Alpes neozelandeses, vio cómo desafiaban al Monte Cook, el pico más elevado del país. “Esta gente está sacando, de verdad, algo de emoción a esta vida”, idealizó. No necesitaba ningún otro estímulo más. En los veranos trabajaba en las colmenas. En los inviernos se entrenaba en los cordones montañosos del sur.
Pero no pudo ser ajeno al tiempo histórico. En los albores de la Segunda Guerra Mundial, se presentó para servir en la Real Fuerza Aérea de Nueva Zelanda. Declinó la solicitud por una crisis de conciencia, pero cuando la amenaza japonesa acechaba su región, sirvió en Fiji y en las Islas Salomón como navegante. Tras la finalización del conflicto bélico, regresó a las montañas. Pasó de los picos de Nueva Zelanda a la conquista británica del Everest. En 1951, desempeñó tareas de reconocimiento en la ladera sur de la montaña más alta del mundo. Hunt lo plegó a su propósito. Le asignó un compañero. La tenacidad, templanza y plenitud física del neozelandés se compatibiliza con los 18 años de experiencia -y seis intentos- del sherpa que un año antes se había quedado en las puertas de la cima. El coronel distinguió en ellos una química fluida, un profesionalismo capaz de asaltar la cumbre. No eran, sin embargo, la primera opción del comando británico.
Aclimatación a la altura
El campamento base se instaló en marzo. El período de aclimatación a la altura demandó varias semanas. Se establecieron en el glaciar de Khumbu, a 5.364 metros de altura. Desde allí partieron para asentar nueve campamentos, hasta llegar a los 8.504 metros. “El equipo necesitó 12 complicados días para recrear la ruta suiza en la cara del Lhotse (en parte, quizás, porque los británicos no tenían tanta experiencia en los complicados hielos). Desesperado, Hunt comenzó a preguntarse si su expedición alcanzaría en algún momento el collado sur”, define Roberts, explorador y editor colaborador de National Geographic Adventure, en su libro.
El 21 de mayo se radicaron en el collado sur, la instancia previa a la arremetida final. El primer grupo de ataque, conformado por Charles Evans y Tom Bourdillon, se lanzó a la epopeya cinco días después: tuvo que renunciar a la cumbre por una falla en el tanque de oxígeno de Evans. El clima atemorizaba, la nieve trepaba, el monzón -viento estacional de la Asia meridional- entorpecía. Hillary y Tensing estaban dispuestos a pisar donde nadie antes había pisado, a trazar eso que llamaban el “trecho desconocido”, la última fase del ascenso.
Partieron en la madrugada del 29 de mayo. Se demoraron una hora porque antes de escalar debían descongelar las botas del neozelandés. El sherpa había dormido con las suyas puestas. Cargaban tanques de oxígeno. Carecían de comunicadores y gps. Debían hallar la mejor ruta que los depositara en la cima. Se turnaban: uno iba adelante tallando escalones en el hielo y arreando al que iba detrás. A cincuenta metros del pico, un muro de rocas dejaba un paso estrecho hacia una pendiente de hielo pronunciada. Hillary fue el primero en atravesarlo: era el escollo que definiría su suerte. Hoy esa sección vital de la montaña lleva el nombre de “paso Hillary”.
No podía distinguir dónde yacía la cumbre. Estuvo inventando una escalera en la nieve durante dos horas. Sus pies se resbalaban y su espalda empezaba a manifestar dolor. Su confianza, admitió, se evaporaba de a poco. “Golpe tras golpe, con regularidad desesperante, una pedrera inestable dificultaba nuestro ascenso y me obligaba a subir lentamente. Empecé a tallar peldaños alrededor de otro saliente. Y entonces, me di cuenta de que era el último resalte, porque, por encima de mí, la cresta descendía, muy inclinada, en una gran cornisa curva y, fuera, en la distancia, podía ver las sombras pastel y las nubes algodonosas de las tierras altas del Tíbet”, graficó el alpinista en su autobiografía Mi camino al Everest.
La secuencia final, con un tono de épica, se relata en otro párrafo del libro: “A mi derecha, una fina nieve subía por la cresta hacia una nevada cúpula, unos doce metros por encima de nuestras cabezas. Pero durante todo el ascenso, el pensamiento que me obsesionaba era que la cumbre debía de estar en la cresta de una cornisa. Era muy tarde para arriesgarse. Pedí a Tenzing que me asegurara atentamente y empecé a tallar una prudente línea de peldaños por la arista. Mirando de lado a lado y clavando mi piolet, intenté descubrir una posible cumbre, pero todo parecía sólido y firme. Hice una señal a Tenzing para que subiera. Unos pocos golpes con el piolet, unos peldaños más, muy cansados, y estábamos en la cumbre del Everest”.
En la cima del mundo
Eran las 11:30 del viernes 29 de mayo de 1953. Edmund Hillary y Tenzing Norgay veían a todos y a nadie desde la cima del mundo. “Los dos se estrecharon la mano, como después escribiría Hillary, ‘según las buenas costumbres anglosajonas’, pero a continuación Tenzing abrazó a su compañero y le dio palmadas en la espalda”, apunta Roberts. Hillary confesó que pensó en Mallory e Irvine, dos escaladores británicos desaparecidos en las alturas de la cresta norte del Everest en 1924. Miró a su alrededor con la esperanza de encontrar alguna señal de que habían alcanzado la cumbre, pero no pudo encontrar nada. “A pesar de que estaba de pie en la cima del mundo, no fue el final de todo. Yo seguía mirando más allá a otros retos interesantes”, reconoció luego.
El sherpa cumplía 39 años ese día. Comieron algo de torta en el pico del Everest. Colocaron cuatro pequeñas banderas en un mismo mástil: las de las Naciones Unidas, Reino Unido, Nepal e India. Sacaron fotos para atestiguar la épica. El alpinista tomó fotografías de Tenzing ondeando las banderas. No hay fotos suyas en la cumbre. “Papá bromeó diciendo que, hasta donde él sabía, Tenzing no había usado la cámara antes y no creía que ese fuera el lugar correcto para empezar”, recordó su hijo Peter en diálogo con la BBC.
Permanecieron quince minutos en la cima. No había más que hacer, solo descender. Hasta entonces sólo ellos dos sabían que habían alcanzado el techo del planeta. Pero el hito solo existe cuando alguien más lo sabe. Lo documentaron cuando se encontraron en el noveno campamento con George Lowe, alpinista neozelandés del equipo del coronel británico. “Bueno, George, ¡hemos acabado con ese bastardo!”, le dijo Hillary.
Instalada la polémica
Las autoridades diplomáticas instauraron, luego de la hazaña, una polémica que los protagonistas procuraron disolver: ¿quién había sido el primero en llegar a la cima? “Cuando nos acercábamos a Katmandú, había una atmósfera política muy fuerte, particularmente entre la prensa india y nepalí, que quería asegurarse de que Tenzing había sido el primero”, recordó el alpinista neozelandés. La presión de los medios indios y nepalíes suponía una maniobra de reparación histórica: la oportunidad para demostrarle a los europeos que sus alpinistas eran tan buenos como los extranjeros. Esa disputa mediática incomodó a los integrantes de la delegación británica. Hillary confesó que acordaron, en coincidencia con Huth y Norgay, que no dirían quién pisó la cima primero. Ambos, sin embargo, relativizaron históricamente el orden de llegada, un código tácito que nuclea al alpinismo. El 22 de junio firmaron un documento en el que renunciaron a fomentar la controversia: omitiendo los detalles cronológicos deslizaron que la conquista había sido un hito colectivo. El sherpa quebró el pacto al otorgarle, en sus memorias, el crédito a su compañero. “La gloria fue para Hillary, pero la leyenda sería para Tensing”, describe un artículo de La Vanguardia de mayo de 1986.
“Subieron como simples seres humanos y regresaron como héroes mundiales. Ese logro no los cambió. Eran las mismas personas sencillas y humildes. Ambos pasaron el resto de sus vidas retribuyendo a la gente del Himalaya”, sintetizaron Jamling Tenzing Norgay y Peter Hillary, hijos de los escaladores. El sherpa falleció el 9 de mayo de 1986 a los 71 años, en Darjeeling, India. El neozelandés murió en Auckland, Australia, el 11 de enero de 2008, a los 88 años de edad. Los dos ya son estatuas en sus tierras. Hillary es, además, el rostro del billete de cinco dólares de Nueva Zelanda.
Desde que Hillary y Norgay lo conquistaron, en los últimos setenta años más de 6.300 personas diferentes alcanzaron la cumbre del monte Everest. El sherpa Kami Rita lo hizo 26 veces. Los pioneros pensaban, meses después del descenso, que nadie iba a querer intentarlo de nuevo. “No podríamos haber estado más equivocados”, dijo sobre la hazaña que se volvió costumbre.

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