“Elvis ha dejado el edificio”: así fue el último concierto del Rey del rock’n’roll dos meses antes de su muerte
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El 26 de junio de 1977, Presley se presentó en el Square Market Arena de Indianapolis. Sus dificultades para respirar. El físico deteriorado por los abusos de drogas y alcohol. La presentación de su padre en el escenario. Los gestos amables con sus músicos. El breve show. La épica versión de Puente sobre aguas turbulentas, donde dejó el resto. La canción final de su carrera. Y la despedida en que prometió volver, lo que jamás ocurrió.
Fue la última vez. Nadie lo supo hasta cincuenta y un días después. Ni siquiera él mismo, que estaba a punto de ver cómo se derretían sus alas de cera, estragadas por el hastío, el alcohol, las drogas y una vida que se había consumido con excesiva rapidez: tenía cuarenta y dos años y pese a su estado físico, estaba gordo, le costaba respirar, mucho más “robar” algo de aire entre sílabas generosas y síncopas estudiadas, Elvis Presley seguía a la cabeza de los ídolos de rock de una época que no se resignaba a pasar.
El domingo 26 de junio de 1977, a las ocho y media de la noche, Elvis, que había alcanzado ya esa gloria tonta de ser reconocido sólo por el nombre, salió al escenario del Marquet Square Arena de Indianápolis a hacer lo que mejor sabía: cantar. Ya no era el de antes. Ni volvería a serlo. Pero sus seguidores eran los de siempre. A Elvis le bastó aparecer en escena, descifrar con su voz cavernosa y modulada las letras de sus viejos éxitos, mover un poco las caderas y algo más la pelvis, que así lo habían consagrado, como “Pelvis” Presley y el mundo fue suyo. Una vez más.
Cuando el recital terminó, Elvis se despidió con un hasta luego: “We’ll meet you again. God bless, adiós – Volveremos a vernos, Dios los bendiga, adiós”. Murió el 16 de agosto en el baño de su casa, con el corazón devastado por un infarto y con un par de cajas de somníferos encima. El espectáculo había llegado a su fin.
Presley fue el hijo de una generación flamante y excepcional de los Estados Unidos. Había nacido en 1935 en Tupelo, Misisipi, y empezó a cantar por descarte y por casualidad. Un chico normal, un estudiante promedio en la escuela, sorprendió a su maestra al entonar con buena voz los cantos religiosos de las mañanas escolares. A los diez años apareció por primera vez sobre un escenario: vestido de cowboy participó el 3 de octubre de 1945 de un concurso en el que ocupó el quinto puesto con la canción “Old Shep”, que cantó trepado a una silla para alcanzar el micrófono.
Después, como siempre sucede, le regalaron su primera guitarra; en 1948 su familia se mudó a Memphis, Tennessee, y Elvis fue estudiante de la Humes High School: coleccionó muchísimas notas C, que quiere decir que aprobaste raspando, y pasó por alto el letal comentario de una profesora de música, siempre hay alguien, que le dijo que no tenía ninguna aptitud para el canto. Era un adolescente tímido, que armaba un dúo, un trío con sus compañeritos de escuela, aunque en tercer año empezó a moldear su personalidad artística, al menos en lo exterior: dejó que crecieran sus patillas, se peinaba con un jopo enorme moldeado con fijador y aceite de rosas, que era además la moda de la época.
En agosto de 1953 pagó unos dólares de sus ahorros para grabar un acetato, aquello no era un disco ni nada, en Sun records: cantó “My Happiness” en la cara A y “That’s When Your Heartaches Begin” en la cara B. Años después diría que fue un regalo para su madre, o que sólo había grabado aquello para saber cómo se escuchaba. Uno de los biógrafos de Presley, Peter Guralnick, sostiene que Elvis grabo aquello con la esperanza de ser descubierto por algún cazatalentos de la compañía. Quien lo atendió, el camino al éxito es insondable, fue Marion Keisker que era una especie de recepcionista de talentos y “filtro” de la compañía. Hizo dos preguntas a Elvis: qué clase de cantante era y a qué cantante sonaba su voz. A la primera, Elvis contestó “Canto todos los géneros”. A la segunda: “No suena a ninguno”. Tenía razón. La prueba fue escuchada por el mandamás de Sun, Sam Phillips que le pidió a Marion que anotara el nombre del muchacho. Marion lo hizo con un comentario agregado: “Buen cantante de baladas. Retener”. También ella tenía razón.
Aquel proyecto de cantante, raro con sus patillas y su peinado, se convirtió a inicios de 1955 en una estrella regional con proyección desde Tennessee hacia el oeste de Texas. Lo impulsó quien sería su agente de toda la vida: Tom, “El coronel” Parker. Elvis integraba un trío “Elvis Presley, Scotty & Bill”, que sonaba, con buena voluntad, con ciertos aires del jazz negro. Eso era bueno por un lado; por otro, hacía que los disc jockeys de las radios del sur se negaran a pasar los temas del trío. Elvis causaba sensación entre las muchachas. Perdía su timidez en los escenarios, se movía con cierta sensualidad, elocuente y resistida. Lo llamaban “El relámpago de Memphis”. Su audiencia masculina lo quería linchar. Bob Neal, manager del trío, recordaba: “Era casi aterradora la reacción que despertaba Elvis en los varones adolescentes. Muchos de ellos estaban celosos de él y casi lo odiaban. Hubo ocasiones en algunos pueblos de Texas en las que teníamos que contratar a un guardaespaldas porque siempre había alguien que intentaba pegarle. Se juntaban varios y trataban de rodearlo, o algo por el estilo”.
A la promesa musical se la llevó la RCA Victor que compró el contrato de Presley con Sun en cuarenta mil dólares de 1955. Elvis, que tenía veinte años, era menor de edad para las leyes: tuvo que firmar el contrato su padre.
Al año siguiente era un ídolo del rock. Dos títulos, “El rock de la cárcel – Jailhouse Rock” y “Hotel de corazones destrozados – Heartbreak Hotel”, la televisión, en especial el Show de Ed Sullivan lo lanzaron a la fama y le pusieron una pequeña fortuna en los bolsillos. Elvis movía sus caderas y su pelvis como nadie lo había hecho hasta entonces. Las cámaras de Sullivan lo enfocaron en sus tres presentaciones (cincuenta mil dólares por las tres) sólo de la cintura para arriba. Sullivan se justificó con tanta elocuencia como los movimientos del artista: “Tenía algún objeto colgando debajo de la ingle, entonces, cuando mueve sus piernas atrás y adelante, se puede ver el relieve de su sexo (…) Simplemente no podemos pasar esto un domingo por la noche, ¡esto es un espectáculo familiar!”
Uno de sus conciertos en La Crosse, Wisconsin, hizo que el diario de la diócesis católica local enviara un mensaje al director del FBI, J. Edgar Hoover, en que advertía que Presley era: “(…) Definitivamente un peligro para la seguridad de Estados Unidos (…) Sus acciones y movimientos buscan avivar las pasiones sexuales de los adolescentes (…) Tras el concierto, más de mil adolescentes trataron de entrar a su camarín. (…) Una muestra del daño que Presley hizo en La Crosse son las dos niñas de secundaria (…) en cuyo abdomen y muslos estaba su autógrafo”.
Sin ánimos de hacer sociología de potrero, los Estados Unidos que habían ido a la guerra en 1941 no eran los mismos que encaraban los años de la posguerra, ni los prometedores años ‘50. Por lo pronto, los adolescentes de esos años se habían transformado en un sector social ávido de consumo. Las compañías discográficas les ofrecían dos clases de discos: los “singles” o “simples” para los más chicos y los álbumes de larga duración, LP de treinta y tres revoluciones por minuto para los más grandes. Las estadísticas decían que los dos grupos compraban el 43 por ciento de toda la producción de discos en Estados Unidos; los adolescentes adquirían el 53 por ciento de todas las entradas de cine, el 44 por ciento de las cámaras fotográficas y el 39 por ciento de aparatos de radio de primera mano; las muchachas de entre quince y diecinueve años gastaban veinte millones de dólares anuales en lápiz de labios, veinticinco millones en desodorantes y nueve millones en cosméticos y productos de belleza. Los adolescentes de ambos sexos destinaban más de trescientos millones de dólares al año en artículos de higiene y tocador. Esos eran los chicos que le querían pegar a Elvis y las chicas que se hacían autografiar los muslos: todos lo escuchaban y compraban sus discos.
Hasta el lenguaje de la época había cambiado. Por mencionar sólo a la música, los amantes del jazz se sentaban a gozar de las “bebop sessions” que encaraban virtuosos como Miles Davis y Thelonius Monk. Ahora, al dinero se lo llamaba “bread” (pasta, o pan), y a las muchachas les decían “chiks”; comprender algo era “to flip” (metértelo en la cabeza) y lo que antes era “fabulous” (fantástico, formidable) ahora era “crazy” (de locura). Entre los superlativos de “crazy” figuraban “cool, groovy” (fenomenal, colosal). Ser consciente de algo, saber apreciar una cosa era “to be hip”, (estar al día, ser entendido, refinado). Y si alguien era tan “hip” como para estar muy consciente, o estar en trance, sería calificado de “hippy”, (estar en la gloria, tocar el cielo con las manos). Así empezó todo.
El ídolo Elvis Presley, ganado también por el cine, en el colmo de la fama en 1958 cuando debió alistarse en el Ejército y enviado a Alemania, regresó como un héroe en 1960. El tren que lo llevó de New Jersey a Tennessee apenas si pudo circular por las vías copadas por los fans. El retorno sirvió para el lanzamiento de un nuevo disco “Elvis is back!” El boom siguió hasta pasada la mitad de los años 60, cuando la sociedad americana volvió a girar. Elvis empezó a ser visto como un estereotipo, como un cliché, como un personaje de otra época que ya sólo era exitoso para sus seguidores más leales.
Elvis se casó en 1967 con Priscilla Beaulieu, tuvieron una hija, Lisa Marie, que nació en febrero de 1968, cuando ya su padre se sentía poco confortable con su carrera. En la primera mitad de los ‘60, Elvis había clavado sólo tres canciones en el primer puesto de las listas de popularidad. Una de ellas sería la última canción del último recital de su vida: “Can’t help falling in love – No puedo evitar enamorarme”, otra sería “Return to sender” y la tercera “Viva Las Vegas”. Entre enero de 1967 y mayo de 1968, Elvis lanzó ocho discos simples: sólo dos figuraron en el “Top 40” y ninguno estuvo por encima del puesto veintiocho. Su interés estuvo entonces en los shows en vivo y a ser posible en todo el mundo. El International Hotel de Las Vegas lo contrató para que realizara una serie de espectáculos a lo largo de cuatro semanas. Empezó el 31 de julio de 1968 y lo ovacionaron más de dos mil personas que habían pagado cara la entrada. Y volvieron a hacerlo cuando cantó “Can’t Help Falling in Love” que empezó a ser la canción elegida para sus despedidas. El contrato con el International de Las Vegas se cerró por cinco años para que Elvis cantara cada febrero y cada agosto por un millón de dólares anuales. De esas actuaciones surgió un disco doble “From Memphis To Vegas/From Vegas To Memphis” que fue un éxito de venta. La revista Newsweek comentó: “Hay varias cosas increíbles sobre Elvis, pero lo más fascinante es su poder de permanencia en un mundo donde las carreras meteóricas desaparecen como estrellas fugaces”. Era un elogio.
Su carrera siguió con espectáculos en vivo para los que adoptó un especial traje de luces: una capa de tipo alada, que era parte vital de un traje azteca también blanco con una piedra del sol bordada en pecho y espalda. Había empezado ya a consumir drogas, químicas, y alcohol. Era bien extraño porque no estaba a favor del consumo de drogas. Casandra Peterson, una muchacha que trabajaba en los cabarets de Las Vegas, no en los grandes casinos y hoteles, le había confesado una noche que fumaba marihuana: “Se horrorizó y me dijo: ‘Nunca vuelvas a hacerlo de nuevo’”. Del alcohol había huido por los recuerdos poco gratos que tenía de sus familiares alcohólicos.
El 21 de diciembre de 1970, Presley cayó como de regalo en la Casa Blanca y pidió hablar con el Presidente Richard Nixon. La historia merece ser contada en detalle: será otro día. Cuando Nixon se hizo un tiempo para atenderlo, Presley le expresó su patriotismo y su desprecio hacia la cultura de las drogas que ensalzaba el movimiento hippie. Habló pestes de Los Beatles porque, pese a cantar en sus shows algunas de las canciones del cuarteto británico, eran un ejemplo de lo que él, Presley, juzgaba como un abuso de la cultura de las drogas adornada con cierta tendencia anti estadounidense. De paso, le pidió a Nixon una credencial, una chapa medalla de la Oficina Antinarcóticos y Drogas Peligrosas para su colección de objetos valiosos.
Tal vez Presley ya abusaba de las drogas, había empezado a usar somníferos y, más tarde, empezó a usar un opioide analgésico, Demerol, del que haría más que abuso, al igual que con anfetaminas y sedantes. Aun así, la Cámara Junior de los Estados Unidos lo nombró como uno de los “Diez jóvenes más destacables de la Nación” en 1971, Elvis tenía treinta y seis años. Su ciudad adoptiva, Memphis, decidió llamar “Bulevar Elvis Presley” a un tramo de la carretera 51 que pasa frente a “Graceland”, la residencia del cantante. Ese mismo año recibió el Grammy por la trayectoria, fue el primer cantante de rock en recibirlo, y lanzó tres nuevos álbumes al mercado. El que mejor crítica tuvo fue “Elvis Country”, donde recorrió lo mejor del género. El rock había virado hacia otros terrenos, ya no era el de los años 50, ni mucho menos, ni el que Elvis había desgranado con su voz atormentada y sus movimientos de caderas. Ahora eran otros movimientos de cadera los que reinaban en el rock, otro concepto musical, otras voces. Los chicos nacidos en la posguerra habían ido a pelear a Vietnam; muchos no habían regresado; la sociedad estadounidense había vuelto a girar.
Elvis grabó canciones navideñas, un álbum góspel “He touched me” con el que ganó su segundo Grammy, deslumbró en el Madison Square Garden de New York con cuatro conciertos fantásticos: el del 10 de julio fue otro álbum “Elvis: As recorded at Madison Square Garden”. Y se separó de Priscilla en febrero de ese año. Se divorciaron el 9 de octubre de 1973 y, a partir de entonces, la salud de Elvis se hizo más frágil: debajo de la cáscara de ídolo exitoso, latía el cuerpo corroído de un adicto.
Su médico personal, George Nichopoulos reveló luego de la muerte de Presley que el cantante “sentía que al obtener las drogas de un doctor, no era el adicto común que sale a la calle a conseguirlas”. Hacia fines de 1973 Elvis fue hospitalizado en estado comatoso por una sobredosis de Demerol. Al año siguiente le era muy difícil cantar, terminar siquiera con las canciones que presentaban sus recitales. Su guitarrista de siempre, John Wilkinson dijo que la noche de un recital en Detroit: “Lo vi en su camarín, solo tirado sobre una silla, incapaz de moverse. Con frecuencia pensaba: ‘Jefe, ¿por qué no cancela esta gira y se toma un año libre…?’ Algo de esto le dije alguna vez, a solas: palmeó mi espalda y me contestó: ‘Estaré bien, no te preocupes’”. Nada estaba bien. Nada estaba bien. Elvis era un generador de fortuna, una máquina de ganar dólares y su entorno no permitía que la máquina se detuviera, ni siquiera para un cambio de lubricantes. En 1974, ya en plena decadencia estética y acaso musical, dio una serie de conciertos en escenarios colmados por sus seguidores. Marjorie Garber, una estudiosa de la cultura popular americana, escribió que Presley era visto entonces como “un cantante pop de mal gusto. De hecho, se ha convertido en Liberace. Incluso sus fanáticos ahora eran matronas de edad madura o abuelas de pelo azul”.
En 1977, sus guardaespaldas habían sido despedidos ya por hacer algunas revelaciones sobre la adicción de Elvis a los fármacos, sus recitales ya eran cada vez más breves. Uno de ellos, en Alexandria, Louisiana, duró menos de una hora y Elvis parecía no comprender qué pasaba en el escenario. El periodista Tony Scherman escribió: “Se había convertido en una caricatura grotesca de su elegante y enérgica forma de ser. Un tanto pasado de peso y con su mente opacada por la farmacopea que diariamente ingería, era casi incapaz de sacar adelante sus breves conciertos”. La gira que había incluido el breve recital de Alexandria se canceló: en Baton Rouge, también Louisiana, Elvis fue incapaz de levantarse de la cama del hotel. En Dakota del Sur se mostró tan nervioso en el escenario que apenas si pudo pronunciar palabra, según su biógrafo Samuel Roy. “Sus fanáticos –agregó– estaban cada vez más decepcionados, pero todo parecía importarle poco a Elvis, que se quedaba confinado en su cuarto rodeado de sus libros de espiritismo”.
Ese fue el Elvis Presley que subió al escenario del Market Square Arena de Indianápolis el 26 de junio de 1977, hace cuarenta y siete años. Era el último de una serie de nueve conciertos que Elvis daba antes de recluirse en su mansión de Memphis, a preparar su siguiente gira. El recital era un espectáculo en sí mismo. Duraba tres horas, para hacer menos evidente la breve presentación de Presley que esa noche cantó durante ochenta minutos. Como en un teatro de revistas, actuaba primero un cómico, esa noche fue Jackie Kahane que mintió: “¡Elvis tiene un aspecto estupendo y canta de maravillas!”; le siguió una orquesta de vientos y el conjunto “The Sweet Inspirations” que repartió canciones soul.
Presley, a quien llamaron siempre The King, El Rey, apareció a las ocho y media de la noche. Estaba gordo. Tenía aspecto de hombre cansado; su traje blanco de siempre, el del bordado dorado en pecho y espalda le quedaba demasiado justo. Pero abrió la boca y cautivó a su público. Cantó sus más grandes éxitos, arrancó con “See See Rider” y pasó por sus clásicos de los años de Sun Records: “Jailhouse Rock”, “It’s Now or Never”, “Little Sister”, “Teddy Bear” y “Don’t Be Cruel”. Quienes recuerdan el recital, hay una versión editada posterior a su muerte pero no se trata de ese recital aunque se venda como tal, notaron que Elvis estaba sentimental aquella noche. Estuvo en especial cariñoso con sus músicos, a quienes elogió con entusiasmo, era una banda de primera línea, y en un momento hizo subir al escenario a su padre, aquel que había firmado por él su primer contrato, y le dio las gracias; hizo lo mismo con las personas que juzgó habían sido importantes en su vida. ¿Se despedía? Cuando murió, cincuenta y dos días después, muchos de sus fans pensaron que sí, que aquello había sido un adiós.
Elvis cantó también un tema muy árido: “Bridge over troubled water”, ese pequeño himno dolido que Paul Simon escribió en los años 70 para que Art Garfunkel lo cantara como nadie y fuese una marca registrada de aquel dúo, “Simon & Garfunkel” también de leyenda. Es una canción sutil y conmovedora que, tal vez, se aplicaba al especial momento que vivía Presley: “Cuando estás cansado, sintiéndote pequeño / Cuando haya lágrimas en tus ojos, las secaré todas, todas / Estoy de tu lado cuando los tiempos se ponen difíciles / Y no se encuentran amigos / Como un puente sobre aguas turbulentas / yo me tenderé (I will lay me down) / Yo aliviaré tu mente (I will ease your mind)”. Pero al mismo tiempo exigía un registro de voz que Elvis ya no tenía, un aire en los pulmones que ya no se llenaban como antes, una aguda nota final, sostenida y lacerante. Lo dio todo, se llevó la gloria y se fue del escenario después de cantar, esta sí fue su última canción, “Can’t Help Falling in Love”.
Dejó una promesa y deseo que no cumpliría: “We’ll meet you again. God bless, adiós – Volveremos a vernos, Dios los bendiga, adiós” y abandonó su mundo, el escenario, tal como lo indicaba su rutina: mientras sonaba una versión de “Así habló Zaratustra”, del Richard Wagner, según la versión de Eumir Deoato. Era una música famosa ya no solo para los amantes de la lírica: el director de cine Stanley Kubrick la había banda de sonido de su inolvidable “2001 – Odisea en el espacio”.
Minutos después de la despedida de Elvis, a través de los parlantes del Market Square Arena, una voz anunció, también rutina: “Ladies and Gentlemen, Elvis has left the building – Señoras y señores, Elvis ha abandonado el edificio”. Era un aviso para que los fans no se gastaran en ir en tropel al camarín del ídolo en busca de autógrafos, las selfies no existían, o a intentar conocerlo en persona, estrechar su mano, verlo de cerca, tocarlo, incorporarlo a la memoria. Elvis estaba por dejar para siempre el edificio de su vida.
Cuando salió del edificio y de su último concierto, Elvis abordó su avión privado, un Convair 880 que había comprado a Delta Airlines y voló a Memphis para encerrarse en su mansión “Graceland”. Su intención era descansar hasta el 17 de agosto, el día de su siguiente concierto. La noche anterior no pudo dormir. Tomó somníferos, casi una caja, y después una segunda dosis y al parecer una tercera dosis que fueron descriptas como “cajas” de sedantes. En la alta noche dijo a su novia flamante, Ginger Alden, que iba al baño. La muchacha le advirtió que no se quedara dormido allí. A la mañana siguiente, Elvis fue hallado muerto, tirado en el piso de su baño.
Al doctor Nichopoulos, su médico personal, lo exoneraron de responsabilidad penal por la muerte de su paciente. No dejaba de ser una sorpresa. En los primeros ocho meses de 1977, Elvis tenía recetadas diez mil dosis de sedantes, anfetaminas y estupefacientes: todas las recetas estaban a su nombre. Recién en 1990, a raíz de la presentación de nuevos cargos en su contra por la Junta Médica de Tennessee, le revocaron la licencia al doctor Nichopoulos. En 1994 la autopsia de Presley fue revisada a fondo. El forense Joseph Davis declaró: “No hay nada en cualquiera de los datos que apoye una muerte por sobredosis. De hecho, todo apunta a un ataque cardíaco súbito y violento”.
Presley, como suele suceder, se hizo más grande después de su muerte. El gran Leonard Bernstein sintetizó: “Es la mayor fuerza cultural del siglo XX. Introdujo el ritmo a todo y todo cambió: la música, el idioma, la ropa. Es una nueva revolución social: los sesenta llegaron de ella”.
En 2002, Elvis Presley fue elegido, por décima vez en una encuesta televisiva de la cadena ABC como “La estrella de rock más grande del mundo”.
Por Alberto Amato
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