Cuando el poder olvida su responsabilidad
La política, en su esencia más noble, debe estar al servicio del bien común. Pero cuando el ejercicio del poder se disocia del deber de rendición de cuentas y del principio de responsabilidad, lo que queda es un vacío institucional que erosiona la confianza ciudadana. Ejemplos de aquello hay varios y permiten formular nuevamente esta pregunta: ¿Quién responde cuando se transgrede la legalidad o se omite la participación de la ciudadanía?
En democracia, el poder no es solo una herramienta para gobernar: es un mandato que conlleva deberes, límites y, sobre todo, responsabilidad. No es una palabra menor. La responsabilidad política —la que trasciende lo administrativo y obliga a rendir cuentas ante la ciudadanía— ha sido una de las grandes ausentes en los últimos episodios que han remecido, por ejemplo, la política nacional. Entre ellos, la polémica compraventa de la casa de Salvador Allende por parte del Ministerio de Bienes Nacionales es quizás el ejemplo más elocuente.
La operación, realizada con fondos públicos y revestida de un discurso patrimonialista, terminó revelando no solo deficiencias en los procedimientos, sino algo más grave: una concepción reducida y peligrosa de lo que significa ejercer cargos públicos. La encargada de revisar el decreto presidencial se justificó aduciendo que su función era meramente técnica, sin evaluar la compatibilidad legal del acto administrativo con otras normas superiores. Como si las leyes existieran en compartimentos estancos y no bajo principios como el de armonización jurídica o supremacía constitucional. ¿Desde cuándo el cumplimiento “por partes” del ordenamiento jurídico es válido en el Estado de Derecho?
Pero el episodio alcanzó su clímax con las declaraciones de la senadora Isabel Allende, hija del expresidente, quien tras 31 años en el Congreso afirmó que no sabía que una senadora no podía venderle una propiedad al Estado. Alegar desconocimiento de una norma tan básica —presente tanto en la Constitución como en la Ley Orgánica del Congreso— no sólo es preocupante, sino inaceptable. La ignorancia de la ley no exime de responsabilidad, mucho menos a quienes han jurado legislarla y respetarla. ¿Qué queda entonces para los ciudadanos comunes, si quienes escriben las reglas afirman no conocerlas?
Estos no son errores técnicos. Son síntomas de un problema más profundo que se relaciona con la degradación de la responsabilidad política como principio rector del servicio público.
La política no puede seguir amparándose en la excusa del desconocimiento, la fragmentación de funciones o la delegación eterna de culpa. El servicio público exige criterio, conciencia institucional y apego irrestricto a la legalidad. Pero también exige una ética que, aunque no esté escrita en el papel, está grabada en el corazón de toda república: la responsabilidad frente a la ciudadanía.
En una democracia sana, cuando se transgrede la ley o se quiebra la confianza pública, alguien debe responder. Porque el poder no es un privilegio personal ni un botín partidista: es una carga, y esa carga debe asumirse con altura, o devolverse con dignidad. Aquí el amiguismo y las alcurnias políticas deben quedar de lado.