Necrológicas

El gobierno privado de las empresas, y sus alternativas

Por Alejandra Mancilla Jueves 7 de Septiembre del 2023

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Por Alejandra Mancilla
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En su libro más reciente, la filósofa estadounidense, Elizabeth Anderson, nos alerta acerca de la existencia de un tipo de autoridad arbitraria a la cual la mayoría de las personas hoy está sometida: el “Gobierno privado” de las empresas sobre los trabajadores. Bajo la aparente ilusión de igualdad y respeto, dice Anderson, lo que hay es dominación, un ejercicio de poder injustificado e inaceptable. Para avanzar su argumento, Anderson se basa en los casos más egregios de abuso de poder de empleadores sobre empleados en Estados Unidos, desde procesadoras de alimentos que obligan a sus trabajadores a usar pañales para no gastar tiempo “innecesario” en el baño, hasta empresas que obligan a sus trabajadores a no participar en eventos políticos o manifestarse a favor de ciertas causas de apoyo a minorías. Entre medio, cae la amplia gama de acciones que la gran mayoría alguna vez hemos experimentado en nuestros puestos de trabajo: aumento de las exigencias convenidas en un inicio, cambios súbitos en la manera en que debemos desempeñar nuestro trabajo, intromisión en nuestra vida privada, amenazas más o menos veladas, y el chantaje clásico: “Si no le gusta, váyase”. Sin duda, aclara Anderson, el gobierno de los empleadores sobre nuestras vidas tiene límites que los gobiernos estatales no tienen: nuestros empleadores no pueden enjuiciarnos, ni encerrarnos en cárceles privadas, ni violar nuestros derechos básicos de manera sistemática. Sin embargo, eso no significa que su influencia en nuestras vidas sea despreciable. Decir que la empresa no tiene autoridad sobre el empleado porque éste puede irse cuando lo desee, aclara Anderson, es como decir que los italianos tenían la libertad de emigrar si no les gustaba Mussolini. Los costos de emigrar, por supuesto, son mayores que los costos de cambiarse de trabajo. Pero eso no anula los últimos y, dependiendo de dónde se encuentre uno en la escala de trabajadores, pueden llegar a ser altísimos (piénsese, por ejemplo, en inmigrantes cuyas visas para quedarse en el país dependen de mantenerse con el mismo empleador).

Anderson busca las razones históricas de esta ceguera, que nos impide ver en nuestras relaciones laborales actuales una dominación sistemática de una clase por otra. El nacimiento de los ideales igualitarios en Europa fue de la mano con la idea del libre mercado: Adam Smith, lejos de ser el padre de los neoliberales, era un defensor del libre mercado como garantía de igualdad y bienestar para la mayoría. Antes de la Revolución Industrial, se creía que el capitalismo llevaría a un sinfín de pequeñas empresas que competirían entre ellas en pie de igualdad, liberando a sus participantes de las relaciones de subordinación feudales. La revolución industrial, sin embargo, demostró que lo que era un sueño seguiría siéndolo. Con las economías de escala, quedó claro que una parte importante de la población nunca llegarían a ser sus propios “dueños” y quedarían subordinados a la voluntad de sus empleadores. Esta fue la crítica de Marx y el motivo de lucha de los movimientos sindicales del siglo XIX y parte del XX. ¿Cómo es que hoy hemos olvidado esa crítica y pretendemos que el único gobierno es del estado? ¿Cómo es que hemos dejado de problematizar las dinámicas de poder cuasi feudales hoy todavía vivas en tantos lugares de trabajo?

El análisis de Anderson se enfoca en Estados Unidos, pero me parece extrapolable a la situación de Chile, ávido implementador del modelo estadounidense. Hace 50 años, los chilenos parecían ser mucho más conscientes de la desigualdad de poder en la estructura de las empresas que hoy, cuando los reclamos son casi exclusivamente económicos (sueldo mínimo, mejores sueldos, mejores bonos, igualdad de sueldos entre hombres y mujeres, etc.). Hace 50 años, en cambio, se intentaron modelos de empresa alternativos al que hoy consideramos normal casi sin cuestionamientos; modelos donde los trabajadores tenían una participación no sólo en la propiedad de la empresa, sino sobre todo en su dirección y gobierno. Se trataba de acercar a la gente lo más posible al ideal de Smith, de hacer sentir a cada uno como dueño o co-dueño del negocio, partícipe en las decisiones de administración, beneficiario de los éxitos y responsable de los fracasos por igual. Que esos experimentos hayan funcionado o no es tema de otra columna; el punto es que al menos se estaba despierto a esa posibilidad, y existía la voluntad política para complicarse la vida de buena manera, haciéndose más ciudadano no sólo en las urnas electorales, sino en el lugar de trabajo diario.

Anderson no propone nuevas maneras de gobernar el lugar de trabajo, aunque menciona dos posibilidades: sindicatos más fuertes y democracia laboral. En cuanto a esta última, tiene en mente el modelo alemán de cogobierno. Aquí muchos dirán que lo que funciona en un lugar no necesariamente funciona en otro, que las culturas son diferentes, que la educación y las costumbres son distintas, y quién sabe qué más. A lo cual respondería con dos clichés defendidos sobre todo por los amantes del capitalismo y del liberalismo: quien se siente dueño, se siente responsable, y la otra cara de la libertad es la responsabilidad. Si todos nos sintiéramos más dueños de los lugares donde pasamos un tercio o más de nuestras vidas, seríamos también más responsables. Y seríamos, en consecuencia, más libres. Anderson les ha dejado una tarea importante no sólo a los filósofos, sino también a los políticos y gobernantes: para constituir una sociedad libre de iguales, la constitución actual de nuestras relaciones laborales necesita una reconfiguración profunda. Anderson no menciona al Chile de hace 50 años, pero éste no sería un mal sitio para encontrar inspiración.

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