¿La abolición del castigo?
Lo acontencido hace dos semanas en la Región de Antofagasta con Katherine Yoma ha sobrecogido no sólo a sus cercanos, ya que resulta imposible no sensibilizarse con la historia de esta profesora de Inglés que, debido al acoso de una de sus estudiantes y su familia, decidió quitarse la vida. A pesar que la joven docente de 31 años cumplió con los protocolos requeridos ante lo que fueron malos tratos, humillaciones, mensajes de muerte dejados por esta alumna e incluso acoso por parte del apoderado; no tuvo el apoyo esperado por parte de las autoridades y desgraciadamente tomó la terrible decisión. Los cuestionamientos no sólo han surgido desde la familia de la profesora, ya que además sus colegas en la segunda región han parado sus actividades para que se investigue a fondo las responsabilidades de quienes corresponda y se eviten este tipo de desgracias a futuro.
Pero en nuestra ciudad también encontramos casos de acoso escolar a niños, niñas y adolescentes, algunos con fuertes daños a su integridad y que van más allá de las legítimas diferencias y riñas que naturalmente presentan los escolares. Y es que la violencia en los Establecimientos Educacionales es mucho más frecuente de lo que creemos, en dinámicas que parecen normalizarse cada vez más.
Si bien se cuenta con algunos programas de convivencia y se estimula el desarrollo socioemocional en los estudiantes para prevenir estas lamentables e indignantes situaciones, se levantan voces desde los entendidos que cuestionan tendencias que se han impuesto socialmente y limitan el control de las comunidades educativas: la aplicación efectiva de normas disciplinarias que incluyan sanciones de castigo a infractores que cometan faltan graves. Es que más de alguna vez han colisionado las visiones de pedagogos “vieja escuela” que aplicaban el rigor sancionatorio cuando se rompían las reglas con el fin de mantener el orden, entregando una señal clara a los victimarios para que no repitan acciones indeseables, además del ejemplo que se daba a los pares al mostrar estas nocivas consecuencias; en contraste con noveles generaciones de educadores que con sólo escuchar la palabra “castigo” sufren de alergias y urticarias, en una práctica que atenta el verdadero espíritu de la educación y la libertad de sus alumnos, que además carecen de cualquier tipo de maldad. Más allá que esta descripción suene radical al punto de caricaturizarse, las discusiones que se escuchan en las aulas no dejan de reflejar lo que nos ocurre como sociedad en general: nos hemos llenado de visiones estereotipadas que se alejan de la realidad e imponen acciones poco efectivas en ocasiones, llevando a que las personas se radicalicen en su desesperación por encontrar soluciones que evidencien efectividad ante escenarios cada vez más complejos. El gran problema es que donde más se requiere diálogo, reflexión y conocimiento validado para abordar directamente estas problemáticas, se sigue recurriendo a argumentaciones estancadas en el tiempo, idealistas y con una fuerte convicción que no habrá costos ni decisiones difíciles que adoptar.
Es cierto que el concepto “castigo” está desprestigiado en nuestros tiempos, especialmente en el ámbito educacional. Coincido que los castigos que hace décadas eran otorgados a quienes actualmente disfrutan de sus “años dorados”, especialmente los de tipo físico, son inaceptables en la actualidad. El castigar por castigar, en una especie de “desquite” por parte del administrador, no enseña en lo absoluto, más bien crea resentimiento, inseguridad y desesperanza en el afectado. Pero si analizamos el castigo como una sanción que se conocía desde el principio, que tenía como objetivo evitar una conducta dañina hacia el propio afectado o quienes le rodean, y que además en todo momento se encontraba bajo el control de quien la infringió, ya que es producto de una decisión propia y de cuyas consecuencias debe hacerse responsable, es que este castigo proporcional a la falta cometida y acompañado de la reflexión y análisis de su dinámica más allá de la molestia emocional contenida, resulta adecuado, aleccionador y necesario para fomentar la convivencia entre las personas, especialmente si se encuentran en formación.
Creer y defender que los niños y adolescentes no deben recibir castigos o sanciones a pesar de ejercer conductas violentas hacia sus pares o profesores, sólo porque son menores de edad, es un principio que se disfraza de buenismo, pero puede llegar a hacer mucho daño, ya que no sólo deja indefensas a sus eventuales víctimas, pues además predispone a una reacción pendular en el futuro que, lejos de enseñar, resultará radicalmente extrema en una especie de “tolerancia cero”. Por eso si deseamos implementar una educación con énfasis en lo preventivo y formativo, el castigo o las sanciones no serán protagonistas, pero deben estar presentes y deben aplicarse en su justa y adecuada medida.